Kiss son uno de los mayores monstruos egóticos salidos jamás de Norteamérica. Una banda compuesta por cuatro murciélagos que consiguieron convertirse en los prototipos perfectos de una estrella de rock y amenazaba con devorar todo a su paso. Era un dragón que arrojaba fuego con descaro, invitando a sus fans a dar un paseo por oscuros paisajes donde cualquier ensueño podía hacerse realidad. Nada era imposible
Hasta principios de los 80, Kiss demostraron ser muy, muy grandes. De hecho, a mí me encanta escuchar, sobre todo, los discos que la banda grabó en esa época. Cuando aún no habían revelado sus identidades en aquel video macarra,«Lick it up», con el que finalizaron su particular travesía por los mundos oníricos del glam. Y he de reconocer que nunca terminé de comprender la razón por la que decidieron en determinado momento quitar el maquillaje de su rostro puesto que más allá de las melodías repletas de gancho que componían, kiss eran, ante todo, un circo. Un símbolo de diversión y en ningún caso, de reflexión. Un producto de la época de los superhéroes, los años dorados del rock and roll y de un capitalismo desacomplejado que necesitaba potenciar cada uno de sus productos para demostrar su superioridad sobre el comunismo.
Kiss aceptaron sin problemas su papel de embaucadores (y animadores) de masas. Hicieron pervivir el glam más allá de sus años de apogeo. Y llevaron al límite el concepto de espectáculo rock. En vez de renegar del monstruo que representaban, se reconocieron en él y lo amplificaron hasta donde les fue posible. Utilizando todos los medios a su alcance: cohetes, fuego, humo, plataformas mecánicas, cañones, gigantescas pantallas, biografías falsas, baterías galácticas, cómics, revistas y sexo, sobre todo, sexo. Chicas espectaculares de las que se hacían rodear en todo momento sin importarles caer en tópicos manidos.
Al contrario, Kiss hacían suyos los tópicos con orgullo y chulería. Sin miedo al cinismo. Con el mismo desenfado con el que se dedicaban a componer excelentes discos de rock and roll que no buscaban tanto la innovación sino amplificar el carácter circense del estilo. Kiss, de hecho, no llamaban tanto a la revolución como al desenfreno y al escapismo. No eran precisamente un grupo maduro sino una banda que hablaba directamente al niño que seguía vivo en los adolescentes y adultos invitándoles a divertirse sin control. Era un grupo que reivindicaba la existencia de un espacio sin leyes, consagrado a la fantasía. Era la medicina perfecta para combatir traumas trascendentales y disfrutar de la vida en inmensos descapotables, barcos y yates a ser posible.
Su triunfo no fue sólo suyo sino el de toda una nación y un sistema -el capitalismo- que sublimaron con su imagen de peligrosos vampiros: seres a los que no les importaba chupar la sangre a quien fuera para sobrevivir. Un aspecto que combinaron también con el de lunáticos superhéroes que con sus increíbles poderes y canciones alumbraban una tierra llena de emprendedores, dispuestos a hacer realidad el sueño americano sin importar las dificultades con que pudieran encontrarse. Ya lo señalaba Gene Simmons en uno de sus más bellos temas, «A world without heroes»: «Un mundo sin héroes es como un mundo sin sol, no puedes mirar a nadie./ Un mundo sin héroes es como una carrera sin fin, como un tiempo sin lugar, algo sin sentido carente de gracia, donde no sabes qué es lo que buscas o si hay algo detrás de ti».
Se hace realmente muy triste pensar una existencia sin Kiss. No sé, por ejemplo, cómo hubiera sido la década de los 70 en Norteamérica sin su presencia. Sin todos aquellos conciertos que eran orgías musicales e invitaciones a la antesala del infierno o sin esos incontestables discos –Hotter than hell, Destroyer, Love gun, Unmasked- que parecían haber sido grabados con la aspiración de hacer el amor a las estrellas. Una muchacha de Ohio me confesó que la primera vez que sintió algo parecido al orgasmo fue escuchando la sensual voz de Paul Stanley entonando la mágica melodía de «Shandi». Y por ello el día en que se enteró que descubrirían sus rostros, pasó varias horas atontada delante de la televisión esperando el momento mágico: el famoso vídeo de «Lick it up». Pero contemplar a sus músicos favoritos sin máscara fue todo un shock. ¿Esos palurdos, esos macarras de barrio eran de verdad, esos seres que le habían hecho soñar sin descanso, decorar las paredes de su habitación y carpetas con su fotos y desear hacerse adulta cuanto antes para visitar sus camerinos? Durante unos minutos, estuvo hundida. Casi que no se lo podía creer. Pero la tarde siguiente, al regresar de la escuela, volvió a ver el vídeo unas cuantas veces hasta que, casi sin darse cuenta, comenzó a tatarear aquella canción nueva y a los pocos días, estaba hablando con sus amigas sobre lo atractivos que eran aquellos cuatro hombres irresistibles que casi que le hacían desmayarse únicamente de pensar en tenerlos cerca. En fin. ¿Qué se puede añadir a esto?
Kiss, en definitiva, ampliaron los sueños de sus conciudadanos. Hicieron música para escuchar en un casino y en coche descapotable y convirtieron el sexo adolescente en una sombría experiencia con un toque juguetón y de glamour sobrenatural que lo hacía arrollador. Tan inolvidable como tantas y tantas de las canciones de una banda que, durante años, tuvo una regularidad increíble a la hora de componer singles pegadizos capaces de perdurar en el tiempo. Probablemente, porque sus canciones estaban grabadas con la intención de follarse el mundo entero. Sin absurdos complejo de inferioridad. Apuntando a lo más alto. Allí de donde decía proceder esta banda de marcianos que quitaron dramatismo a la vida y consiguieron que cada uno de los días que dedicáramos a escucharles, se convirtiera en una celebración dionisíaca. Shalam.
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