Nadie ha filmado las autopistas como David Lynch. Nadie ha sido capaz de dotarles de un aura tan sombría y misteriosa como el genio norteamericano.
Los viajes en coche en su cine son viajes mentales. Huidas hacia ninguna parte. Proyecciones espectrales y astrales que conducen a sus personajes a paisajes vacíos, nuevas dimensiones temporales y abstractos purgatorios que reflejan sus deseos insatisfechos o anhelos.
Las autopistas para Lynch son sombras. No son como en la imaginería rockera símbolos de libertad sino prisiones de elásticos y amplios barrotes. Fantasmas de asfalto inquietantes y movedizos que reflejan búsquedas imposibles, trastornos personales y traumas no superados. Son signos de desorientación y de perdición. Cruces de caminos donde los límites entre ficción y realidad no sólo se confunden aún más de lo normal en su cine sino que se amplían a medida que el viaje continúa.
Las autopistas en Lynch, sí, son solitarias y frías. Imagen de destierro. Sueño y enfermedad. La constatación de que el viaje vital es infinito, no existe una conclusión definitiva y de que la conciencia es borrosa y caótica.
Para Lynch, los viajes no revelan absolutamente nada sino que, más bien, son catalizadores de olvido. Ayudan a olvidar como el alcohol o las drogas. Son alucinaciones que disuelven momentáneamente y falsamente fracasos porque, en realidad, son demostraciones del destierro humano. Fugas que terminan confrontando a sus personajes con el dolor. El trauma eterno. Son eclipses. Desdoblamientos de conciencia y signos de desorientación. Agujeros negros en medio de la existencia cotidiana que amplían las dudas y la insatisfacción. Una prueba, en definitiva, de que en el más allá no existen almas condenadas ni salvadas y de que ni la realidad ni los sueños son certezas de nada. Shalam
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