El verano es la época del año durante la que menos leo. Básicamente, porque identifico esta estación con las vacaciones. Y puesto que paso casi todo el año obsesionado con mis lecturas, haciendo listas de los libros que leeré, cambiando continuamente el orden en que me introduciré en ellos, imaginando su contenido por sus portadas y disfrutando del placer que me proporciona tenerlos junto a mí, es natural que si deseo desconectar y descansar, renovarme, disminuya mi ritmo de lectura. Todo lo contrario de lo que suelen hacer los ciudadanos normales que suelen aprovechar el verano para leer los dos o tres libros que, con suerte, compran al año. No obstante, aun a trancas y barrancas, he seguido manteniendo este vicio (¿podría vivir o respirar sin hacerlo?) y, aunque sea brevemente, me gustaría dejar constancia de varios textos que, por unas razones u otras, me han resultado interesantes.
Ahí va:
Gonzalo Maier. Material Rodante:Material rodante es uno de esos escasos libros que puede hacer felices a muchos lectores. Uno de esos dietarios modernos que lo mismo recuerdan a un ensayo que a un diario o una novela, popularizados en España por un Vila-Matas cuya presencia se siente por toda la narración más como un fantasma inspirador que como una influencia ineludible. No importa en todo caso porque Gonzalo Maier es un narrador hábil. Un alma serena y joven que más que narrar, parece que cose. Hila anécdotas y reflexiones de sus continuos viajes en tren, convirtiendo su libro en una especie de vagón movedizo en cuyas páginas aparecen personajes extraviados, multitudes calladas, paisajes, sensaciones y reflexiones que el autor consigue hacernos creer que no brotan tanto de su vocación y talento literario como del propio tren donde las escribe o piensa. Material rodante es un texto abierto. Un puzzle cuya finalidad no es tanto completarlo sino disfrutar montando sus piezas una a una. Un soplo de aire fresco que actualiza una forma de viajar y pensar crepusculares.
Stanley Elkin. El condominio: El condominio es un libro sorprendente.Una mezcla entre William Gaddis, Franz Kafka y la novela de aeropuerto.Cuando lo comencé, nunca pensé que pudiera terminar de la manera en que lo hace. El condominio es otra de esas obras que diseccionan inteligentemente las trampas del capitalismo. Stanley Elkin usa y a veces abusa de muchos tópicos narrativos, pero sabe dosificarse lo suficiente como para mantener siempre la intriga y el interés. Es difícil, en un mundo cada vez más deshumanizado, no empatizar con la soledad feroz de su protagonista. Un hombre que pierde su rumbo por cobrar una herencia y vive rodeado de personas que, más que acompañarlo, coartan su libertad y lo observan como aves de presa. El condominio es un texto lúcido que no sólo disecciona las trampas cotidianas del capitalismo salvaje sino que es visionario. Es un presagio de esas sociedades políticamente correctas, cada vez menos libres y obsesionadas con la seguridad, que se han convertido en el eje y norma del mundo occidental durante la era neoliberal.
Rubén Martínez Giraldez. Thomas Pynchon. Un escritor sin orificios: Mucho de lo que aparece en Magistral, podía encontrarse ya en este libro (o carta) que Giraldez escribió a Pynchon. Un escritor es una locura desquiciada, febril y divertida. Un texto-saltamontes cómplice con el mundo de Pynchon, lleno de citas falsas (o no). Un legajo compuesto por palabras que parecen tachones y de frases semejantes a sellos que auguro que será releído en el futuro no tanto para profundizar en el autor norteamericano sino para desvelar enigmas y dudas sobre los inicios como narrador de Giraldez. Un creador iconoclasta y rebelde, lunático y valiente, sin miedo a saltar al vacío y suicidarse literariamente (tal y como muestra este singular experimento) para conseguir hacer de su prosa, una grieta en los abismos lingüísticos. Un rebuzno en medio de tanta literatura adocenada y estéril. Un corte de mangas semejante a esos que Antonin Artaud pegaba en Francia cada vez que cagaba uno de sus libros.
Fleur Yaeggy. Vidas conjeturales: Vidas conjeturales no es un libro sino un bálsamo. Un ungüento. Jaeggy escribe aquí con la convicción e inspiración de un poeta místico. Como si fuera un ángel y quisiera divertirse. Su peculiar visión de las biografías de John Keats, Marcel Schwob y Thomas de Quincey parece haber sido escrita en el agua. Con un ojo en el I-Ching y otro en las obras que esos magníficos escritores urdieron. Vidas conjeturales es un regalo. Una prueba de que la escritura es imposible de medir y regular y siempre acaba por desbordar sus propios límites. Jaeggy no escarba ni expone la vida de los creadores mencionados. Tampoco la ilustra. Más bien diría que la hace nacer línea a línea. Le insufla una vida nueva, convirtiéndolos en nuestros contemporáneos, logrando resucitar y actualizar su estilo a través de una inmersión profunda en los océanos de los que surgió su arte. Esos marasmos peligrosos que los convirtieron a todos ellos -como a la propia Jaeggy- en proscritos del tedio. Enemigos de la normalidad.
Juan Andrés García Román. Fruta para el pajarillo de la superstición: Fruta para el pajarillo es poesía tan rara como deliciosa. Un libro extraño que parece una mezcla atípica entre la poesía romántica alemana y la decadente. Un cruce violento entre Holderlin y Keats. El diario de un arlequín que va lentamente quitando las pinturas de su rostro y conforme se desnuda, nos muestra sus ojos llorosos y su amplio semblante de tristeza. Su congoja al desnudo. García Román no debía estar pasando un buen momento cuando escribió gran parte de los versos de Fruta para el pajarillo y se nota. Pues contrariamente a las máscaras sonrientes tras las que se escondía en otros libros, esos viajes por mundos paralelos en alfombra mágica a los que nos tenía acostumbrados, Fruta para el pajarillo es una serenata triste. Casi el signo de una derrota e impotencia. De hecho, la imagen que viene a mí al leerlo es la de un ruiseñor fatigado (el poeta) de cantar diariamente. Perdido en medio de bosques a través de los que vuela desilusionado. Una sensación que se refleja perfectamente en los confusos (dicho esto con ánimo descriptivo y no peyorativo) y enigmáticos versos de un libro que es más un estado de ánimo que una colección de versos. Un poemario humedo y mojado compuesto en el crepúsculo y lanzado al mundo sin apenas esperanza de ser comprendido. El puñetazo en el aire de un místico que no sabe si seguir emborrachándose o abandonar esta vida de una vez. Los llantos de un estornino al atardecer.
Ángel Cerviño. ¿Salpica dios como un expresionista abstracto?: El título del libro de Cerviño no engaña. ¿Salpica dios? es más un lienzo expresionista que una narración propiamente dicha. Es más un cuadro de Jason Pollock o Willem de Kooning que una novela. En su libro, como ocurre muchas veces con los pintores abstractos, el argumento no es más que la mera excusa para ejecutar la obra y lo más lógico es que se pierda de vista conforme se lleva a cabo. ¿Salpica dios? es un texto posiblemente muy meditado -de hecho, es intelectual y cerebral hasta el paroxismo- pero no sigue un curso lineal. Se presenta a brochazos. Está lleno de reflexiones intensas que vienen y van y a veces no parecen tener más hilo que los una que los pensamientos y sensaciones del autor.
En realidad, yo no interpreto tanto -que también- a Salpica como una nivola empeñada en llevar un poco más allá los experimentos narrativos de Unamuno y Pirandello. Básicamente, porque leo todo el libro como una especie de action painting literaria. Vislumbro al autor como un pintor, un intelectual preocupado por componer un lienzo basado levemente en los relatos infantiles románticos que, a medida que lo hace, nos va dejando reflexiones sobre sus problemas creativos y, consciente de que sus pensamientos son parte también de la obra de arte, los continúa derramando como brochazos por el texto conforme prosigue componiendo el retrato que originalmente deseaba hacer. Un cuadro en el que aparecen dispersamente personajes por aquí y por allá y, de vez en cuando, se forman capas de pintura lo suficiente consistentes como para permitirnos escuchar (y ver) al fin a algunos de los protagonistas del retrato; tal y como ocurre con esos Hansel y Gretel crepusculares que Cerviño nos presenta en los estertores de un texto que es más un cubo de pintura de diversos colores cayendo desde el aire que una narración al uso. Es una experimentación llevada al límite que convierte la literatura momentáneamente en un taller de arte y los personajes, lectores y autor en irregulares brochazos lanzados con fuerza contra el suelo o la pared. Shalam
0 comentarios