Bob Wakelin no hacía portadas de videojuegos, diseñaba posters. Fantasías. Ametralladoras. Carteles que resumían de un vistazo un deseo, una ensoñación. Transformaba juegos mediocres en impresionantes películas. Condensaba historias y emociones en una sola imagen. Sus diseños, de hecho, eran la mayoría de veces superiores a los videojuegos que debía ilustrar. Sintetizaban las pulsiones de su época. Su ritmo secreto. Y por ello, se convirtieron en marca de los 80. Un objeto fetichista que resume tanto esa década como las películas de la Canon, el italo-disco o Naranjito y logró sin mucho esfuerzo, de manera natural, ocupar los muros blancos de las habitaciones de miles de adolescentes.
Los trabajos de Bob Wakelin para la compañia Ocean son historia. Eran retro antes de lo retro. Desde el mismo momento de su aparición. Una medalla de oro del arte popular. Puro trash. Efectismo y contundencia. Porque Bob Wakelin no era exactamente un dibujante. Era un rock star. Dibujaba como si tuviera una guitarra en las manos. Con la intención de crear orgasmos en la mente de sus admiradores. Pasión y diversión.
Sus dibujos eran casi ganchos de boxeo, un contundente jaque mate porque sin sacrificar la técnica se decantaba por la magia. Era capaz de resumir complicados y enrevesados argumentos en un solo gesto. Décadas y décadas de cultura popular en un rostro, una actitud y un color dado que no buscaba inquietar sino tumbar. Golpear. Maravillar. Llevarnos de viaje. Dar realce y majestuosidad a lo bizarro.
Obviamente, las influencias del estilo de Wakelin hay que buscarlas en el cómic. Es inevitable, de hecho, no acordarse al contemplar su arte de Richard Corben y tantos y tantos artistas que hicieron época en revistas como Heavy Metal o Metal Hurlant.
Wakelin era, sí, un continuador. No fue un innovador. Tenía también, claro, el ojo puesto en los carteles de películas de ciencia ficción de serie B. Pero si convirtió las portadas videjuegos en arte e hizo de este género en particular un emblema de las compañías de entretenimiento, fue porque se tomó tan en serio su trabajo como si tuviera que ilustrar una película de alto presupuesto o un cómic de Marvel. Su estilo, obviamente, no era el de un artista mayor. Pero fue probablemente, ser muy consciente sus limitaciones, lo que le hizo alcanzar los cielos en su territorio. También, claro, pensar en el rostro de fascinación del comprador al encontrarse con uno de sus artículos y no tanto en sí mismo. Tener muy presente que los consumidores eran, ante todo, fans. Admiradores. Seres ansiosos de adentrarse en nuevos territorios. Vivir aventuras.
Las obras Wakelin tenían algo erótico. Casi porno. Eran, sí, excitantes. Transgredían límites. Eran una apoteosis de testosterona kitsch. Uno sólo de sus carteles puede servir para explicar mejor toda una era de la cultura occidental que el más sesudo ensayo.
Wakelin era el anti-Baudrillard. Sus dibujos quedaban tan bien en medio de una sesión de heavy metal como en otra de techno ochentero machacón; en un cine que anunciara la nueva película de John Carpenter o en la motocicleta de un fan de Karate Kid. Convertían las camisetas que ilustraban en territorios inexplorados y las habitaciones de los niños en planetas por descubrir. La marca Wakelin, sí, transformaba un paisaje árido en una ensoñación en un solo instante. Un videojuego en un pasaporte a una nueva dimensión. Y una tarde aburrida de martes en un carrousel de intensas emociones. Bestialidad y locura.
Wakelin es a las portadas de videojuegos probablemente lo mismo que John Williams a las bandas sonoras de películas. Un clásico y un renovador. Un referente inexcusable por su capacidad de convertir el ocio en arte. Obviamente, no era un artista sutil. Pero esto, en su caso, era más una virtud que un defecto. Porque sus carteles eran plenos, totales. Transmitían un solo mensaje pero lo hacían a lo grande. Sin ambigüedad. Convirtiendo lo banal en espectacular, el tedio en entretenimiento y los mundos de acción y aventura en realidad. Absoluta verdad. Shalam
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