Nunca hubiera querido manifestarme sobre el Premio Nobel de literatura concedido a Bob Dylan pero puesto que el dramaturgo Ricardo Pérez Quitt ha tenido la amabilidad de invitarme a una mesa redonda en el Centro de las Artes de Tlaxcala centrada en este asunto, pues no me queda más remedio que hacerlo. En fin, ahí dejo el texto que he escrito donde confío dejar clara mi opinión.
El Nobel de Caín
El reciente Premio Nobel concedido a Bob Dylan me ha parecido una de las mayores performances llevadas a cabo en el mundo cultural en los últimos tiempos. Uno de esos desternillantes, corrosivos episodios de Los Simpsom en los que se desmontan todas las estrategias de control sociales y saltan por los aires los hipócritas comportamientos y férreas censuras.
Tengo la impresión de que la Academia Sueca, fastidiada por la cada vez mayor irrelevancia del Premio, buscaba un golpe de efecto que la pusiera en el ojo del huracán. Necesitaba publicidad y la ha conseguido. Pues, de alguna manera, el Premio -como la elección de Donald Trump- ha retratado a medio mundo: a esos escritores que dicen vivir en sus guaridas, centrados en su obra, ajenos a los oropeles de la vida mundana y mucho menos a tan banales asuntos como premios o concursos que no tardaron en soltar su ira y bilis; a ese mundo universitario que se proclama abierto, templo del saber contemporáneo y universal, amplio receptor de ideas modernas y, sin embargo, ha reaccionado celosamente, con actitud apocalíptica, de talibán, al Nobel, como queriendo marcar territorio; y por último, a una serie de voceros culturales cuya generosidad y amplitud de miras quedó suspendida durante los días posteriores a la noticia.
En realidad, resultó todo demasiado predecible. Los que conocemos y valoramos a Dylan ya intuíamos que o bien tardaría en contestar o lo rechazaría o no aparecería en la ceremonia. De hecho, lo imagino recibiendo la noticia con frialdad. Con una media sonrisa en absoluto cómplice, teniendo en cuenta que probablemente preveía toda esa serie de reacciones. Y que, al fin y al cabo, toda la vida le ha sucedido lo mismo. Cuando siendo un cantautor folk comenzó a experimentar con el rock casi lo queman, cuando decidió retirarse de la vida pública en lo más alto de su fama lo tacharon de misántropo, cuando tras su divorcio, se aferró a Cristo recibió otro sinfín de críticas. Las mismas que cuando cedió uno de sus temas para un anuncio de TV, cuando se negó a continuar siendo la imagen de la canción protesta americana o cuando comenzó a alterar la forma de interpretar sus clásicos en sus conciertos. De hecho, incluso en los últimos años ha recibido más de una crítica velada por dedicar dos discos a reinterpretar las canciones de FranK Sinatra intentando homenajear en tiempos de torbellinos económicos, esa idea de América feliz forjada en la década de los 50 del pasado siglo. Algo que su delicioso programa de radio Theme radio hour hacía extensible a las dos o tres décadas anteriores.
Bajo mi punto de vista, el mundo de la literatura debería haberse tomado con mucha mayor naturalidad el premio a Dylan. Casi festejarlo. Al fin y al cabo, ¿no es la literatura una experiencia límite; una frontera cuyos muros se derrumban continuamente y se desdibujan dejando señales que se ensanchan y estrechan en los lugares más insospechados?
Dylan contribuyó a la popularización y modernización de la tradición trovadoresca. Siguiendo los pasos de los epígonos del folk norteamericano y su maestro Woody Guthrie, unificó dos artes que nunca debieron separarse y nacieron para complementarse y caminar juntos: poesía y música. Pero además, fue un paso más y convirtió al cantautor tradicional -moderna encarnación del juglar medieval- en un visionario. La voz de la conciencia de su tiempo, del pasado y el futuro. Un emisor de mensajes procedentes del Edén o el infierno que lo mismo invocaban la destrucción que la paz angélica. Lo mismo recogían las inquietudes de las multitudes de su época que las voces y brumas muertas de otros siglos.
En cierto modo, Dylan consiguió romper con la fama de meros transcriptores y relatores de los cantautores folkies. Su reputación de ser meros testigos de la realidad con cierta facilidad tanto para la rima como para componer la música adecuada de sus textos. Ya que sin perder de lado este legado del que se alimentó y con el que fue aprendiendo los trucos de su oficio, se convirtió en un creador de versos y canciones que eran puñetazos en la mesa del arte musical y poético. Eran mares revueltos en los que el lenguaje se revolcaba en medio de alaridos, brumas y metáforas de una intensidad bestial.
Algunos de los discos de Dylan, de hecho, pueden ser considerados un fragmento más del caleidoscopio beat y psicodélico. Capítulos, epílogos, notas a pie de página que extienden la obra de Allen Gingsberg o Jack Kerouac. Como también pueden visualizarse como ampliaciones discordantes de las visiones y ensoñaciones de Rimbaud que, por un extraño sortilegio, consiguen, a su vez, continuar haciendo girar los poemas de Dylan Thomas y Walt Whitman; o llevar un paso más allá y darle otro sentido a las correrías de Jack London, los vagabundos, desheredados norteamericanos y bandidos que protagonizaron decenas de historias durante la conquista del Oeste.
De hecho, ese es otro de los grandes méritos de la obra de Dylan: el haberse transformado en una rendija por la que se cuelan cientos de historias protagonizadas por seres olvidados, los hijos de Caín de la historia americana. Haberse convertido en una voz que sintetiza la búsqueda de cientos de poetas y cantantes americanos por expresar el alma de su patria y loar los sucesos de la vida de la gente común, esos héroes o antihéroes civiles, sin los cuales EUA nunca habría llegado a ser la nación que fue. Haciéndolo además de una manera sumamente original y talentosa que, desde luego, merecería cualquier premio literario que se le deseara conceder. Esto es; obligando a las narraciones del pasado (oral o escrito) a revivir y fusionarse con los estallidos e incendios del mundo actual y las vivencias y heridas de su vida personal hasta conseguir fundirse, incrustarse y convertirse en otro personaje más de esa historia americana que en sus textos siempre se encuentra en movimiento, en cambio y transformación continuos. Y es tanto leyenda y mito como rabioso presente. Puro fluir de un río entre bosques y montañas.
Realmente, el premio Nobel me parece tan indiscutible que me resulta mucho más interesante llevar a cabo ejercicios de imaginación que intentar justificar su concesión. En los días posteriores me dediqué a pensar cómo habría aparecido esta noticia en medio de la obra de muchos novelistas contemporáneos o muertos. Y me divertí bastante más que leyendo las opiniones a favor o en contra.
Imaginé, por ejemplo, que Walt Whitman no habría vacilado en colocar el nombre de Dylan en uno de sus arbustos literarios, habituales poema-río, junto a otros tantos personajes importantes de la historia norteamericana. Y tal vez, de haber estado vivo, el día después de enterarse la noticia, habría compuesto un breve poema en el que fusionara el espíritu de Dylan con el de varios bandidos en busca de oro peleando por su vida en un paisaje fronterizo. Aunque esta última imagen, creo que encaja más en una novela de Cormac McCarthy. Veo muy factible, por ejemplo, que J. D. Salinger le hubiera dedicado algún diálogo en una de sus novelas. Y que su premio Nobel apareciera en más de dos o tres conversaciones de la familia Glass. Por supuesto, en una novela de Thomas Pynchon, la referencia al premio aparecería fugazmente, haciendo alusión a que probablemente se le hubiera concedido por ser judío. Por lo que no sería más que otro más de los hechos que quedarían imbricados en la trama conspiranoica y paranoide construida por el creador de Vineland. Y bueno, desde luego, Jorge Luis Borges nos habría deleitado con una de sus finas ironías, Leopoldo Marechal se habría preguntado -y con razón- cuándo se reivindicarían los letristas de tango argentino y Julio Cortázar y Roberto bolaño habrían salido a celebrarlo con un buen vino por París. Camilo José Cela habría mostrado su culo y a continuación habría rogado que le dejaran en paz, Francisco Umbral habría hecho un artículo donde no ridiculizaría tanto a Dylan sino a la Academia sueca y me parece obvio que, de uno u otro modo, la noticia habría sido utilizada por muchos de los escritores de la onda mexicana en sus novelas. Que Juan Rulfo, de estar vivo, probablemente desconocería a Dylan y seguramente no tendría idea de quiénes eran los últimos premios Nobel, que Octavio Paz haría un riguroso, culto y elegante artículo para criticar la decisión, disimulando en lo posible su enfado y que Juan Carlos Onetti no le prestaría ninguna atención. Cuando su esposa o amigos se lo comunicaran, apenas arquearía una ceja, volvería a postrarse en la cama y continuaría urdiendo las nebulosas lingüísticas de otra más de sus narraciones ubicadas en Santa María.
En fin, sin dudas, Bob Dylan ha escrito algunos de los textos claves de la lírica del siglo XX. Y además, los ha hecho acompañar por música de manera magistral. Algo lógico, teniendo en cuenta que, desde muy joven, demostró una pasión por la literatura sin igual. Se bebía los libros y, de no ser porque necesitaba experimentar, encontrar la forma de expresión adecuada a su personalidad, no hubiera salido de las bibliotecas.
Dylan dijo en una ocasión que un gran poeta no tenía por qué ser necesariamente un gran músico. Pero un gran músico generalmente era un gran poeta. Y realmente, no creo que queden muchas dudas a este respecto con él. «Chimes of freedom», «Bob Dylan’s 115th dream» o «Gates of Eden» no son sólo tres extraordinarias canciones. Son tres poemas que cualquier gran escritor hubiera deseado firmar. Como la letra de «Blowin’ in the wind» o «The times are changing». Ocurre simplemente que entonados con su voz y acompañados de su guitarra se transforman en himnos. Odas populares de mayor alcance que los poemas sin dejar de ser poesía.
Concluyendo ya, decir que pienso que la problemática de este Nobel, bajo mi punto de vista, no radica tanto en su concesión a Dylan sino en el hecho de que Dylan no necesitaba ningún reconocimiento más. Y probablemente tampoco el mundo necesite ya el premio Nobel. De hecho, creo que teniendo en cuenta los problemas que existen actualmente, ocupar nuestro tiempo en pensar quién gana o no este Premio u otro es una frivolidad que no podemos permitirnos. Con premio o sin premio, la grandeza de Albert Camus, Bob Dylan, Tom Waits, Marcel Proust, Leonard Cohen, Fran Kafka y tantos y tantos artistas permanece y permanecerá intacta. Si llega, bienvenido. Y si no, también. El arte salva vidas y que yo sepa, ningún premio lo hace. Como mucho, engorda el ego y el bolsillo. Y en ocasiones, contribuye a dividir más a la sociedad y multiplicar a su paso la envidia y la soberbia. Shalam
إنَّ الْهَدَيَا عَلَى قَدْرِ مُهْدِيهَا
Consulta el ojo de tu enemigo, porque es el primero que ve tus defectos
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