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El látigo

Ene 7, 2018 | 0 Comentarios

No resulta fácil leer a Léon  Bloy. Pero a poco que se conecte con su prosa, puede volverse adictivo. Bloy era difícil y arisco pero también muy profundo. Su voz era similar a la de un profeta bíblico. No opinaba sino que dictaba sentencias y no hacía crítica sino sermones.

Bloy fue el látigo de los escritores conformistas. El terror de los artistas decorativos y burgueses. Su pluma destripaba sus libros y los desenmascaraba. Fue un escritor del siglo XIX pero en realidad, es atemporal. Vivía dentro de un castillo de ideas consagrado a la verdad. Despreciaba el arte fácil. Realizaba inmersiones estéticas en busca de una expresión superior y experimentó su soledad con orgullo y altanería. Convencido de que su labor literaria estaba al servicio de dios. Por lo que no dudó en destripar cada uno de los textos que leía y no le convencían, que eran por otra parte la mayoría.

Nada más ajeno al circuito literario contemporáneo que este eremita. Porque Bloy no sólo conquistó con tesón una prosa de alto valor artística que se lee con esfuerzo y satisfacción sino que jamás consintió en elogiar cualquier texto que no le pareciera distinguido. De hecho, era sincero hasta la grosería. Un demonio para sus muchos enemigos. Alguien que consideraba la literatura una empresa mayor y se irritaba y burlaba de los que la despreciaban. Una voz ajena a los rumores y los entretejes del mundo literario que si en su tiempo, ya era considerada extraña, hoy en día parece directamente la de un extraterreste. Básicamente, porque la crítica literaria no existe. Se ha convertido en promoción y propaganda. Un masaje complaciente para los egos heridos de los escritores. Basta, por ejemplo, que un crítico hable mal de un libro para que se sospeche de él. Se crea que hay motivos personales para destrozar obras que, por otra parte, pueden ser realmente defectuosas. Y se inicie la cacería habitual de escritores contra alguien al que no sólo se le negará cualquier talento sino también la catadura ética para llevar a cabo su trabajo.

Exactamente, no es que la crítica literaria actualmente se encuentre bajo sospecha sino que ha sido completamente aniquilada. Los críticos tienen miedo de decir lo que realmente piensan para no ser, a su vez, criticados. Y en caso de que haya alguno que sea sincero, está condenado al insulto y al constante escrutinio de su vida personal. Se sospecha, de hecho, que una crítica negativa procederá seguramente del rencor y la envidia, pero nunca de una meditación rigurosa de lo que ha planteado el escritor. Y es por ello que diariamente, nos encontramos con varias obras sobresalientes, y no hay año en el que no surjan infinidad de textos destinados a hacer tambalear el reinado de Dostoievsky en la novela

En fin. Frente a los mutuos halagos y agradecimientos, esas críticas acarameladas que todos practicamos para no cerrarnos puertas o levantar la voz enojada de nuestros compañeros, conviene de vez en cuando recordar a Léon Bloy. Un escritor orgulloso y airado pero digno que frente a los ataques de sus contemporáneos y las presiones de editores y directores de periódicos, ahondó aún más fuerte en sus convicciones. Y, a pesar de haber sufrido el escarnio social, cada día se levantaba con más fuerza para decir sus verdades.

Dejo a continuación un pequeño fragmento de una de sus mordaces sátiras. El texto se llama «La punta de la cola». Puede encontrarse en De un experto en demoliciones y se encuentra dedicado a un novelista de esos a los que la crítica (publicidad, al fin y al cabo) encumbró en su momento y de los que hoy no se acuerda nadie. Me refiero a Francis Poictevin y su novela Ludine.

Ahí va: «Francis Poictevin, autor de Ludine, debería emitir un diagnóstico acerca del señor Goncourt. Posee la misma ausencia de espiritualidad, de síntesis moral, de percepción filosófica; es el mismo mosaico bizantino, complicado hasta la idiotez y frío hasta hacer que se caigan las uñas, desconcertante por su obstinación fórmica cuando está ante nuestras narices pero absolutamente ininteligible e indiscernible a tres pasos de distancia. Es inaudito en su docilidad resignada y excremental. Lo reconozco, no termino de adivinar el proceso de cirugía intelectual con el que se llegan a obtener unos eunucos tan perfectamente irreprochables. Sería necesario asesinar a la lengua francesa, como hace el señor Poictevin, para poder describir a estos fanáticos de la indiferencia y a estos energúmenos inmóviles que son los alumnos predilectos del taller de Goncourt.

Sin embargo, parece que el señor Poictevin es un hombre amable y simple, capaz de entusiasmarse y preocupado por lo ideal. Su espantosa imperfección se explica mediante no sé qué tipo de influencia oculta más o menos reciente. El incalificable estilo de Ludine podría ser una indumentaria ridícula para gustar a alguien trastornado. En efecto, recuerdo haber leído la primera novela de este desgraciado: La robe du moine. Era animada, clara, llena de ilusiones tontas pero generosas; en definitiva, todo lo contrario de Ludine. Incluso tenía eso que es la señal del escritor, me refiero a la Expresión. Esas cualidades se han esfumado, por todos los demonios, y puede que no regresen jamás. El señor Poictevin, que podría ser un artista solitario y noble, ha preferido ser el mechón de pelo de la punta de la cola de esta bestia preciosista a la que denominamos Goncourt y que no es más que un aborto de aquel cuadrúpedo de Flaubert.

¡Hay que ver cómo son los imitadores! Se hacen un vestido harapiento con aquello que servía para esconder la desnudez y el comportamiento deshonroso de sus maestros; tanto unos como otros se vuelven así igual de desagradables y abominables. Hasta la aparición de este libro nunca había percibido tan claramente la miseria profunda, las astucias lamentables, la austeridad endiablada, la oscuridad invencible y la monstruosa desarticulación de esta escuela de novelistas que esconden la cabeza bajo los testículos para contemplar la naturaleza. Y la innoble sociedad que formamos prefiere las contorsiones literarias de estos titiriteros a la lágrima pura y santa de un poeta sufriente e ingenuo que intercede ante el género humano por la Belleza eterna». Shalam

إِنَّ بَعْدَ الْعُسْرِ يُسْرًا

El silencio nunca presta testimonio contra sí mismo

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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