AVERÍA DE POLLOS: Inicio E Literatura E El hazmerreír de Dios

El hazmerreír de Dios

Oct 25, 2023 | 2 Comentarios

Es bueno ser fiel a las promesas hechas. Hace unas semanas dije que cada vez que realizara una firma de libros en algún lugar, subiría un pasaje de Un reino oscuro. Y eso voy a hacer a continuación puesto que tanto este jueves como el sábado y el domingo firmaré ejemplares de mis dos últimas novelas a quien lo desee en las casetas de la librería Atenea y la librería Albaladejo dentro de la Feria del Libro de Cartagena.

Los que han leído la novela saben que los capítulos se encuentran separados unos de otros por breves apartados en los que describo la vida de viejos monarcas. Casi todos ellos déspotas, excéntricos y ególatras. Concretamente, el pasaje que dejo a continuación se encuentra protagonizado por Juan I, un rey bizantino que se empeñó ni más ni menos en asesinar a Dios. Quien desee conocer su historia, la tiene a continuación.

Recomiendo por cierto leer este fragmento escuchando un tema de Om: «Gethsemane».

 


El hazmerreír de Dios

Si existió en Bizancio un rey loco ese fue Juan I. Un inmenso ególatra que había llegado al trono tras haber asesinado a Nicéforo II. Se creía capaz de gobernar constelaciones completas y tan sólo admitía tener un serio adversario: Dios. A tanto llegaba su osadía que quería obligar al Creador a bajar de los cielos. Deseaba forzarlo a sentarse a dialogar con él sobre el nuevo reparto del mundo. Poseía tan alto concepto de sí mismo que estaba convencido de que vería a su extraordinario adversario caer abatido sobre campos desiertos. En las reuniones privadas con sus consejeros sostenía que, más tarde o más temprano, lograría dañarlo. No dudaría, desde luego, en adoptar las medidas que creyera necesarias y atacar donde considerara que debía hacerlo para lograr su objetivo. Planeaba hace arder bosques y campiñas enteras, obstruir el curso de varios ríos y acabar con varias especies de animales. Solía reírse cuando refería las múltiples torturas a las que sometería a Dios cuando doblegara su voluntad y se regodeaba al imaginar la serenidad con la que podría remover tierras y mares con un solo gesto. Y había días incluso que golpeaba con su látigo al viento durante horas, como si cada golpe fuera una
herida en su espalda.

Fueron ciertamente varias las ocasiones en las que intentó acabar con él, pero Dios siempre ignoró sus maldiciones y descubrió cada una de las burdas tretas que había urdido para atacarlo por sorpresa. Una mañana en la que, tras esconder una daga en su pantalón, fingió estar enfermo y solicitó desconsolado su ayuda, Dios sospechó que le estaba tendiendo una emboscada y no se presentó. Como tampoco lo hizo las tres noches en las que, escoltado por varios soldados, Juan I imploró por el alma de su negra madre recién muerta en una oscura iglesia solitaria. Ni, por supuesto, apareció en todas las ocasiones en las que dejó caer lágrimas falsas por su rostro con la excusa del fallecimiento de cualquier hombre de confianza. Al contrario, Dios siempre se mantuvo en su sitio porque era consciente de que poseía toda la eternidad para vencer al monarca, de que tenía la victoria asegurada. Una certeza que provocaba todo tipo de anomalías psíquicas en Juan I. Le bastaba, de hecho, escuchar unas risas sordas y apagadas en mitad de la noche para recordar la grandeza divina. Un consejero le consultaba qué medidas pensaba tomar respecto a los campesinos que protestaban por el alza de un impuesto y él entendía que le preguntaban si ya iba al fin a rendirse ante el creador. Sus guardias le anunciaban la llegada de un prestigioso comerciante de telas orientales o un severo conde y creía que lo visitaban religiosos que le exigirían que ofrendase su vida para honrar a la divinidad. En definitiva, pensaba que todos sus cortesanos disfrutaban recalcándole día tras día y hora tras hora su completa inferioridad ante Dios.

A todas luces, Juan I era muy obstinado. Estaba convencido de que, antes o después, lograría cumplir su cometido y tenía siempre a varios soldados apuntando con sus lanzas a los cielos desde las almenas de su castillo. Su ansiedad, eso sí, era tanta, que bastaba que unas hileras de niebla ocultaran momentáneamente el sol o que la salida de la luna se retrasara unos instantes para que se intranquilizara y pusiera en guardia a sus huestes ante un posible ataque divino. Por lo que su ánimo se desató abruptamente cuando, en medio de un seco estío, el horizonte se llenó de un negro polvo que no permitía contemplar el firmamento. Pronto, concluyó que Dios estaba planeando un golpe certero que supondría el fin de su reinado puesto que nubes negras y amenazantes aparecieron en el cielo a los pocos días. Así que, cuando comenzó a llover torrencialmente, perdió literalmente el juicio. Airado, vagó a lomos de su negro caballo por los interminables pasillos de su sombrío palacio lanzando negros alaridos y golpeando a sus súbditos con su oscuro látigo hasta que pudo serenarse lo suficiente  para trazar un plan. Convencido de que ejércitos de ángeles se escondían en las brumosas alturas, se protegió en una cámara secreta escudado por varios soldados y ordenó a sus ejércitos que atacaran a esas tropas ocultas. Varias catapultas lanzaron enormes piedras contra el firmamento y cientos de negros arqueros y lanceros dispararon sus flechas y lanzas allí donde un rayo resplandecía, mientras masas fr enormes de guerreros se amontonaban en las murallas de las fortalezas preparados para ahuyentar a los adversarios. Cada trueno provocaba estampidas, clamores, ecos de ruido y angustia, como si se fuera a producir una invasión de demonios solares o como si Dios estuviera lanzando maldiciones. Pero nada más que una densa e insistente lluvia acompañada de vibrantes relámpagos, negros rayos y una ingente turba de mosquitos muertos cayó desde las alturas. Aunque la aprensión de Juan I era tal que cuando, tras varios días de estruendo, emergieron al fin haces de luces que disolvieron la niebla y el agua, ordenó que cientos de soldados rastrearan los campos y casas de los poblados cercanos por si los heraldos angélicos se habían escondido allí. Y cuando sus consejeros accedieron a su inexpugnable atalaya para comunicarle los infructuosos resultados de su búsqueda, les gritó airado que se apartaran de su presencia puesto que estaban restándole la inspiración necesaria para aniquilar a uno de los más fieles aliados divinos, el sol, ante quien alzaba su negro cetro dorado a modo de desafío.

Pocos meses después, Juan I murió envenenado por Basilio II. Minutos antes de probar la copa de vino, se le veía ansioso y demacrado junto a un grupo de arqueros que lanzaban de tanto en tanto flechas en dirección a la luna con la intención de derribarla, a pesar de que se extendían las noticias de una inminente invasión de las tropas búlgaras. Hasta el último momento de su vida, por tanto, fue fiel a sí mismo y al apodo con el que pasó a la historia: «el hazmerreír de Dios». Shalam

املأ وعاءك حتى الحافة وسوف يفيض. استمر في شحذ سكينك وسوف يتآكل.

Llena tu tazón hasta el borde y se desbordará. Continua afilando tu cuchillo y se desgastará

2 Comentarios

  1. andresrosiquemoreno

    1imagen…si me enfadais os voy a hacer daño…..
    2imagen….cualquiera diria que no soy un hijo del modernismo (gustav klimt)…..
    3imagen….azul, azul cobalto y oro, nubeangel, sobre todo la escritura – lectura en vertical…..(no distingue el circulo del cuadrado) los hace medallones….
    3imagen….el rey ataca a los pueblos(se dirige al puente)..jajaj
    4imagen….300 (epica)…
    PD: en «la via lactea» el peregrino joven, en medio de la tormenta, desafia a dios, el rayo le cae justo al lado (ojo con dios)….jajajj…
    https://www.youtube.com/watch?v=ardwEGBupSM….cancion del elegido….silvio rodriguez…

    Responder
    • Alejandro Hermosilla

      1) Soy el temor y el temblor de Dios. 2) Gustav klimt estaba enamorado de la antiguedad. Odiaba el mundo moderno y la técnica. 3) El momento en el que el ángel bendice al rey tocándole la corona es épico. Sobre todo, por el hieratismo del monarca que parece asumir esta bendición con absoluta naturalidad. Maravilloso color oro bronce. 4) Una fotografía que desprende tanto feísmo como majestad. No quisiera verla en mi habitación. 5) Juego de Tronos. PD: jjajja.. recuerdo esa buenísima escena. Sí. Silvio Rodríguez. Recuerdo haber visto un concierto suyo en México. Bueno pero no me llenó.

      Responder

Enviar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

Contenido relacionado

Videoaverías

Averías populares

El mito de la igualdad

Debido a que hoy estaré firmando ejemplares en la Fnac de Murcia de El jardinero y un Reino oscuro  a quien lo desee, dejo a continuación un pasaje...
Leer más
Share This