Uno de los grandes logros del cine de Andrei Tarkovski radica en haber logrado salvar la distancia que existe en ocasiones entre las obras de arte y los seres humanos. Me explico. Cuando escucho, por ejemplo, a Johan Sebatian Bach en uno de sus filmes no tengo la sensación de que el músico sea ajeno a mí o a los personajes o de que alguien esté colocando un disco y ajustándolo con mayor o menor precisión a  unas imágenes. Al contrario, la impresión que tengo es de que lo que escucho allí es el alma de la divinidad en contacto con el mundo interior de unos seres humanos a los que conozco más por cómo sienten, o por el reflejo de esa misma música, que por lo que hacen y dicen. De  hecho, es a través de esos sinuosos reflejos musicales que el espectador conecta de manera profunda con obras que exploran las recónditas olas de un sentimiento tan indefinible como el amor y con el resto de sus congéneres.

Algo parecido ocurre con la pintura. En un museo, por ejemplo, los cuadros están a un lado y el espectador en otro. El cruce de miradas suele quedar en mero juego intelectual. A veces, con suerte, en disfrute estético de la belleza. Tal vez incluso alabanza del ingenio del artista. Pero en los filmes de Tarkovski, esos cuadros y lienzos forman parte de la vida interior de los personajes y, por ende, de nosotros. Sus personajes son representantes de la humanidad en los que esas obras de arte se funden y confunden creando conciencia e iluminación. De hecho, no sólo podemos sentir la verdadera relevancia y trascendencia que esos cuadros tienen sino que también podemos vislumbrar la llama de la que surgieron. El fuego que alumbró el anhelo de unidad y reconocimiento entre los seres humanos que anidaba en el artista que los creó y su reflejo en nosotros. Shalam

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