¿Cuántos momentos de satisfacción me ha proporcionado Marlon Brando a lo largo de mi vida? Son tantos que ni puedo mencionarlos. La secuencia con la que comienza El último tango en París todavía me estremece. En ella, está descrita perfectamente la soledad y el extravío del hombre occidental. Con unos gestos, sin apenas palabras ni retórica, este oriundo de Nebraska transmite abismos y pasiones insondables. La desesperación y la locura. El horror. Y sobre todo, el sinsentido. No sé en qué estaría pensando Brando cuando la rodó. Si en sus problemas personales o familiares o en qué pero desde luego, tengo claro que si se trababa de transmitir angustia y desorientación, lo consiguió sobradamente. Me basta ver a ese hombre sin futuro ni esperanza caminando por las avenidas de París para relajarme y sentirme en casa. Entender de una tacada el desasosiego, sentirlo en mis intestinos y prepararme para dejarme llevar por la sordidez, la lánguida existencia de unos perdedores, seres sin apenas aliento, que sin embargo, me transmiten más vida, aire puro y autenticidad que el 99 por ciento de las personas que conozco.
Nunca es mal momento para volver a ver El último tango en París. Probablemente esta noche lo haga de nuevo. Si hay un lugar donde siempre me he sentido libre es entre sus fotogramas. Una prueba de que cuanto menos esperamos la vida, ella más nos da; de que la existencia es un baile sin sentido que disfrutan y gozan mayormente quienes tienen menos que perder. Los que más arriesgan. Shalam
الصبْر مِفْتاح الفرج
Donde hay ganancias, las pérdidas se esconden por ahí cerca
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