Durante toda la semana, he estado escuchando tres discos de The Cure, Seventeen seconds, Faith y Pornography, mientras redacto un pequeño prólogo a una nueva edición de la novela La Bienamada: bosquejo de un temperamento del escritor Thomas Hardy y se agolpan en mi mente recuerdos de alguno de mis viajes a Marruecos. Probablemente, porque por alguna razón que no alcanzo a explicarme, The Cure siempre me remiten al África magrebí, a paisajes lejanos situados en algún lugar de Arabia Saudí o Túnez, zapateros que atienden a sus clientes sin prisa en el zócalo de Bagdad y a flores sagradas enganchadas en el pelo negro de mujeres que ocultan su rostro de los extranjeros. Tal vez también porque su música se me hace extremadamente relajante; como si fuera un cántico secreto entonado por un chamán antes de proceder a una sanación, o un mantra budista que se escuchara a mitad de la noche, transmitiendo firmeza y confianza pero, sobre todo, paz.
Sí, obviamente, su música también me resulta inquietante, pero si tuviera que definirla con una palabra, la elegida sería relajante o sensorial. Una experiencia parecida a la de fumar opio después de comer o practicar sexo sin la noción de pecado. Pues pareciera posible oler, aun vagamente, en muchas de sus composiciones, el aroma a mitra, incienso o sándalo connatural a la mayoría de objetos procedentes del Oriente. A esos cofres de bronce de los que surge un genio que aparecen con tanta asiduidad en los cuentos de Las 1001 noches. Seguramente por la voz de Robert Smith. Quien parece cantar en ocasiones como si fuera un tartamudo, tuviera un pequeño muñeco de cera encerrado en su boca o fuera una muchacha con un velo cubriendo sus ojos. Aunque lo más probable es que tenga esta impresión debido al manto sonoro extremadamente complejo pero, a la vez, delicado con que las guitarras, teclados y bajo consiguen envolver los sonidos, quejidos y maullidos que extrae de su garganta. Como si fuera un siamés encerrado en una habitación oscura.
No hay prisa en la obra de The Cure. Sí angustia existencial en muchos momentos. Aunque no así prisa. Cada uno de sus temas suele desarrollarse con tranquilidad. Pausadamente. Expresando con calma aquello que desea contarnos. Y cuando las guitarras se embalan, las cajas de ritmos crujen y los temas se deslizan rápidamente por la cascada sonora, la sensación que producen en absoluto es estresante. En ningún caso, nos enervan. Más bien, se diría que nos asombran con su eco, latidos y rugidos parecidos a los de un animal, al color de la piel de las jirafas, o a los movimientos de una cebra y un camello. A los que estoy seguro que gustaría la música de The Cure; como a los tuaregs, los beduinos y los servidores de té.
De hecho, las escasas veces que estuve en el desierto y escuché un tema de The Cure, el paisaje se transformó. Llegué a ver granos de arena levantarse, golpeados por un viento rojo del color de un sol que crecía más y más conforme Robert Smith gemía como si fuera un gato persa o un siamés. Sí. Una de aquellas mascotas con las que le gustaba jugar a Cleopatra antes de tomar uno de sus tradicionales baños de leche, mientras se dejaba abanicar por varios esclavos eunucos y esmerados músicos interpretaban en sus arpas ciertas melodías y canciones precursoras de muchas de las que escucharíamos siglos más tarde en Seventeen seconds, Faith o Pornography. Dardos sonoros que uno nunca sabe cuando comienzan ni se acaban porque tienen la virtud de exterminar el tiempo y obligarnos a concentrarnos en su ritmo, que no es otro que el de la eternidad; como el del té árabe, la media luna y el aspecto del desierto al atardecer o a la medianoche. Cuando ni siquiera los tuaregs recorren sus dunas y al fin se puede soñar con paisajes lejanos situados en algún lugar de Arabia Saudi o Túnez, zapateros que atienden a sus clientes sin prisa en el zócalo de Bagdad, o con flores sagradas enganchadas en el pelo negro de mujeres que ocultan su rostro de los extranjeros; tal y como lo prescriben los libros sagrados, lo quiso Mahoma, lo dicta El Corán y se puede alcanzar a saber, a su vez, bailando una canción de The Cure a solas y sin necesidad de compañía. Shalam.
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