Creo sinceramente que el gran interés del parque de atracciones artístico abierto por Banksy hace más de un año -y durante sólo cinco semanas- en el oeste de Reino Unido, Dismaland, no radicaba tanto en ser una especie de antítesis de Walt Disney o erigirse como un crepuscular, nocturno recinto donde se parodiaba a la vez que se ejecutaba un crítica feroz y despiadada de la sociedad de consumo. Y si no lo creo es porque, en realidad, aunque esta delirante y deliciosa idea aun no se hubiera llevado a cabo, forma parte del inconsciente colectivo moderno. No es nueva sino que se encuentra rondando la cabeza de la mayoría de los inconformes de este mundo desde hace décadas
¿No es al fin y al cabo un sueño lúbrico del arte combativo moderno el que Walt Disney salte por los aires algún día y sus compuertas sean atacadas por decenas de terroristas, barbudos musulmanes sin piedad sembrando el pánico en el acaramelado público? Antes de que cayeran las Torres Gemelas y Stockahusen afirmara que aquel acontecimiento había sido una obra de arte extremadamente perfecta, el blanco elegido por los sueños lúbricos de cientos de descontentos, el paisaje ideal para realizar una performance combativa era Walt Disney o cualquier hipermercado. Esos centros de consumo repletos de zombies que han sido criticados profusamente, una y otra vez, por el arte contemporáneo.
De hecho, en cierto modo, la idea de Banksy había sido ya desarrollada a la vista de todos en películas como El viaje de Chiriro o Charlie y la fábrica de chocolate. Y, en gran medida, en buena parte del cine de terror contemporáneo donde, siguiendo las teorías freudianas, lo abominable suele esconderse tras lo familiar y mutar con ello o incluso en el cine de acción cercano al blockbuster. ¿No es Tiburón, la famosa película de Steven Spielberg, al fin y al cabo, una melodía fúnebre, una línea discordante, un atentado punk contra el sueño hippie de paz y amor de la Norteamérica de los 60 además de un precipitado ataque contra su revival -ahora aderezado de consumismo- en las playas de los años 80?
Hay que reconocer que la idea de Banksy se encontraba llena de deliciosos detalles. Obras e intervenciones que debieron hacer a sus espectadores sentirse parte de un acontecimiento histórico o al menos, pasar un muy agradable rato. Algo así, como si el mismísimo David Cronenberg les hubiera invitado a participar como extras en el rodaje de Existen Z y llegados a un punto, no supieran distinguir la realidad de la ficción.
Los visitantes eran recibidos por guías que bostezaban o mostraban signos claros de sueño y depresión. Aparecían cuando menos se los esperaba por las calles del parque banqueros deseosos de prestarles dinero. Y todos los tópicos de las narraciones infantiles saltaban por los aires. El agua tenía un aspecto gris, contaminado, lleno de manchas de petroleo, al igual que gran parte de las plantas y artilugios naturales. Un psicokiller se paseaba iracundo en medio de los caballitos. El suelo, en vez de encontrarse formado por pasto verde bien cortado, estaba totalmente embarrado y lleno de tierra oscura. Las figuras clásicas de Disney se revelaban como siniestras transmisores de una idea de la belleza cruel y marchita. Los tradicionales paseos en barco llenos de niños abrazados saludándose a sus padres se convertían en traumáticos rodeos por un mar lleno de inmigrantes, refugiados hambrientos y desesperados. Un símbolo inmarchitable como por ejemplo, la carroza de Cenicienta aparecía vuelto del revés, tras un accidente, y era fotografiado por un enjambre de fotógrafos como si se tratara del automóvil donde murió Ladi di. Y las dulces, tradicionales canciones infantiles habían sido sustituidas por un silencio fúnebre, estéril, solitario y terrorífico únicamente alterado por los ruidos maquinales procedentes de algunas obras simulando los crujidos inhumanos procedentes de las fábricas.
Todos estos detalles convertían a Dismaland obviamente en una experiencia distópica. El parque infantil y adolescente adecuado para la era atómica o nuclear. El ambiente malsano de un disco de Third Eye Foundation hecho realidad. La representación esquizoide de los sueños perversos de las élites. Una zona metafórica que atraía imperturbablemente el caos y el apocalipsis. Aunque, como dije previamente, no creo que su crítica a Disney o que su arquitectura anti-atracciones fueran el sentido o significado últimos de su existencia. Pues, más bien, creo que lo que pretendía demostrar y parodiar Banksy era el concepto mismo de exposición moderna y que, por tanto, sus dardos no iban tanto dirigidos contra la sociedad de consumo en general sino contra la forma de consumo artística.
Entiendo por ello que, en cierto modo, no nos estaba advirtiendo tanto de un hecho suficientemente consabido como que la sociedad de consumo es perversa y sus sueños terminan por hacer brotar monstruos sino de otra realidad a estas alturas tan manida, sabida y agotada que ha terminado provocando el surgimiento de Dismaland: el hecho de que las exposiciones de arte se hayan convertido a su vez en los nuevos parques temáticos desde hace varias décadas. Y en la mayoría de los casos en vez de contribuir a promover una mirada crítica sobre los acontecimientos que denuncian, tal vez estén ayudando a que se reproduzcan. Pues su crítica al no tener aparejada la capacidad de mover cualquiera de los poderes sociales -no pone en pie de hecho ni al público, ni al aparato judicial ni al policial ni por supuesto al político- termina por convertirse en meliflua. Cumple el papel de canalizar el descontento y, en algún caso, corroborar la podredumbre, paralizando en muchos casos el sentido crítico, contribuyendo por tanto al mantenimiento del status quo. Pues en la era del arte-espectáculo, lo único que puede ya escandalizar y, en cierto modo, provocar algún conato de revuelta no es tanto el contenido del arte sino los precios que se están dispuestos a pagar por las obras de arte.
Por expreso deseo de Banksy, Dismaland apenas estuvo abierto unas pocas semanas. Transformándose por tanto en un parque que ha tenido (y tendrá) muchísimos más visitantes virtuales que reales. Un hecho que tal vez aluda al escaso tiempo que en Occidente acostumbran a perdurar las noticias. Los problemas han de resolverse en cinco semanas y, de no ser así, desaparecerán de la primera plana de los diarios, se estancarán y únicamente, muy de tanto en tanto, volverán al primer plano de la realidad.
A estos efectos, una obra creativa (construida al fin y al cabo para perdurar) sí que consigue perpetuar el problema y prosigue interrogando a sus espectadores tanto sobre su naturaleza como sobre sus posibles soluciones. Pero dado que la dinámica del arte, las grandes ferias y las exposiciones no permiten que, al contrario que la arquitectura civil, las piezas se mantengan durante meses o años en una sala, o centro museístico de una ciudad pues deben ser mostradas en cuantos más espacios sea posible para cumplir su función de fetiche espectacular, lo más lógico es que las reflexiones que produzcan sean momentáneas y terminen siendo pasto del olvido o la intrascendencia. Cayendo en el vertedero del zeitgeist contemporáneo como las noticias promulgadas por los diarios o la televisión.
Razones por las que pienso que, desde luego, al menos desde este sentido, Dismaland fue un acierto. Pues su estado fugaz y fantasmagórico contribuyó a poner de relieve la naturaleza de ese espectro onírico cuyo alma únicamente se entrega (y sólo a veces) a quien posea el suficiente dinero para comprarla, que es el arte contemporáneo. Probablemente porque se encuentra programado para evaporarse y aniquilarse en cuanto comenzamos a familiarizarnos con él y atisbar un significado fijo. No tanto porque posea muchos (y consecuentemente estos se extiendan hasta el infinito dependiendo del contexto y los espectadores) sino porque su época le obliga a no tener ninguno. Forzándole a autodestruirse una y otra vez. Shalam
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