Parece lógico pensar que Robert E. Howard no tuviera muchas esperanzas de que uno de sus más osados personajes, Conan, gozara de un gran éxito tras su muerte. A principios del siglo XX, a medida que se iban levantando ciudades llenas de rascacielos en los Estados Unidos de América, la técnica y la ciencia se convertían en los dioses de la modernidad y comenzaban a popularizarse la novela negra o el cine, resultaba difícil concebir que unas cuantas historias protagonizadas por un valiente guerrero crecido entre los años del hundimiento de Atlantis y las migraciones arias se convirtieran, con el paso del tiempo, en una referencia popular de dimensiones gigantescas. Pero ahí radicaba precisamente el encanto del personaje: en su retorno a lo instintivo y visceral en un mundo cada vez más tecnificado y políticamente correcto. Las puertas abiertas que sus historias abrían al inconsciente salvaje y sin domesticar de la humanidad en medio de sociedades donde -vía Freud- se estaba comenzando a controlar lo más oculto: el deseo y los sueños.
Conan representaba el valor de la espada en tiempos de metralletas y bombas. Encarnaba la pasión en un mundo cada vez más racional y paradójicamente, más alocado y destructivo. Era un lienzo que primaba el valor, el coraje y la perspicacia a medida que las sociedades se llenaban de burócratas, funcionarios y edificios que ocultaban los cielos y separaban a los hombres de los astros.
Conan era el retorno a lo arcaico. Al misterio. Una profunda mirada a la infancia de la humanidad. Una vuelta a la aventura a medida que la geografía del mundo quedaba delimitada y las supersticiones sobre monstruos escondidos en la tierra de los hielos y el fuego se iban agotando.
El guerrero cimerio encarnaba la resistencia a dejar irse para siempre a la infancia de la humanidad. Un golpe en la frente de quienes creían que a partir del siglo XX, la aventura habría que buscarla en los cielos dentro del género de la ciencia ficción. Era una nueva y casi desesperada invocación al arquetipo masculino puesto en peligro por el incipiente feminismo. Un mar de músculos encargado de devolver la dignidad a los hombres. Un héroe más duro que el acero, capaz de sobrevivir en las tinieblas y en las aguas, transformarse y mutar su piel cuantas veces lo requiriera gracias a su instinto de supervivencia feroz, casi animal. Lo más parecido al superhombre nitzscheano.
Por si esto fuera poco, Conan era un hombre que no recurría a su dios para ser ayudado sino para imponerlo e imponerse. Desconfiaba de la magia y la superchería pero se movía con naturalidad en el caos, el pillaje, la felonía y el robo sin por ello ser un traidor. Básicamente porque, ante todo, era fiel a sí mismo. A su sentido del honor cuyo fin y sentido no era más que la supervivencia. Su capacidad de adaptación a cualquier circunstancia.
Quienes no son fans del personaje, probablemente lo conozcan por las adaptaciones cinematográficas que se han hecho de él. Pero, sin dudas, el arte que lo convirtió en una leyenda fue el cómic. El guionista Roy Thomas leyó muy atentamente las escasas historias escritas por Robert E. Howard. Pero no sólo se conformó con ilustrarlas sino que fue capaz de llenar los huecos temporales que había entre este primer conjunto de narraciones con nuevas peripecias y gracias a la ayuda de los soberbios dibujantes Barry Windsor-Smith y John Buscema llevó el personaje a otra dimensión sin substraerle ninguno de sus rasgos clásicos. Haciendo de Conan un icono de la cultura popular. Un guerrero que permite explicar la Norteamérica del siglo XX al ser, en muchos sentidos, comparable a los furiosos protagonistas del western o a esos policías y gansters que poblaban el cine de su época y se veían obligados a saltarse la ley constantemente para conseguir sobrevivir.
De hecho, Conan era, en gran medida, un símbolo de ese norteamericano medio que se encontraba perdido en el centro de un gigantesco país dominado por un feroz capitalismo y formado por emigrantes a los que se les permitía llevar armas. Leer sus historietas significaba, de alguna manera, familiarizarse con un hábitat hostil. Convertir el salón de casa en una jungla feroz.
Conan peleaba con hechiceros, brujos, nigromantes, ejércitos de piratas que podían ser considerados encarnaciones de todas esas deudas y obligaciones onerosas forjadas en el capitalismo ante las que, antes o después, los jóvenes deberían enfrentarse. Era una imperiosa llamada a aceptar la batalla y forjar como un granito la propia personalidad. Una invocación a crecer frente a las dificultades, convirtiendo el alma en un escudo resistente y la voluntad en un muro irrompible. Una llamada a recorrer el mundo contemporáneo como si fuera un montaña lejana y tras cada tienda o supermercado, hubiera una sarta de monstruos o bandidos esperando asaltarnos. Una lección de darwinismo de una potencia feroz que convertía la guerra en un elemento místico y al guerrero en un santo precisamente por imponerse ante la nada. Haberse convertido en héroe de un mundo sin piedad, precrístico y absolutamente nihilista donde, ante todo, primaban los instintos básicos.
Una de las grandezas de Conan radicaba en que, a pesar de su aparente rudeza, escondía misterios personales. Gozaba de una sagaz inteligencia y era capaz de evocar distintas emociones sin traicionar su aparente brutalidad. Conan podía ser muy humano y muy salvaje pero nunca se quedaba a medias. O abrazaba como el más fogoso amante o mordía como el lobo más furioso. Siendo, en definitiva, lo contrario del ser ambiguo que habitaba la ciudad moderna.
Conan decía con absoluta claridad sí o no. Jugaba sus cartas al descubierto. Vislumbraba la vida en blancos y negros pero aun así, siempre escondía a recaudo sus verdaderos pensamientos. Nunca terminaba de confiar en sus aliados. Dormía con una espada en las manos. Y vislumbraba traiciones donde otros veían tesoros. No obstante y, a pesar de su ferocidad, no se convirtió en un héroe punk. Seguramente, porque más que al «no future», su personalidad al completo aludía a la necesidad de construirnos por nosotros mismo el «ahora». A la imperiosa necesidad de fabricarnos el presente. Al fin y al cabo, era un héroe absoluto. Instantáneamente emotivo. Bastaba con contemplar durante unos segundos uno de sus cómics para quedar atrapado para siempre por la magia del personaje. O te seducía a un golpe de vista o no lo hacía ya más.
Con Conan, de hecho, apenas existían dudas. O se lo amaba o se lo odiaba. Seguramente porque su brutal efigie nos dice algo muy íntimo de nuestra psique y su figura nos remite a una época (inexistente o no) que tal vez sea más acorde con nuestra naturaleza profunda. Ese salvaje que hemos sido durante siglos, opuesto al asustadizo y sumiso ciudadano moderno en que nos hemos convertido.
Leer un cómic de Conan, en cualquier caso, es casi siempre una experiencia llena de vitalidad desbordante porque el personaje es un antídoto contra el suicidio. Una apuesta por la lucha infinita. Es el héroe del heavy metal. Un hombre fuera de toda moda y tiempo que está dispuesto a morir antes de dejar caer el estandarte que lleva en las manos, pero no dudará en desprenderse de él si así se asegura la muerte de sus enemigos.
Conan, sí, es el guerrero con mayúsculas llevado a su máxima expresión. La ferocidad primigenia y ancestral que habita en el interior de cada hombre, allí en el fondo de su corazón, por más escondida que parezca estar. Es un ser que, aun convirtiéndose en rey al final de sus días, es lo opuesto a los políticos actuales y, por tanto, devuelve la confianza en el ser humano al mostrarnos que lo trágico no es morir de un tajo de espada o luchando por nuestros sueños sino vivir arrodillado. Shalam
La primera vez que leí Ghost World quedé fascinado o más bien, noqueado con su final. Nunca hubiera pensado que aquel cómic fuera capaz de describir...
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