Willy DeVille dejó su huella en el rock. La generación crecida en los 70 lo consideraba uno de los indiscutibles intérpretes del género y, tras una larga travesía en el desierto durante la década de los 80, disfrutó del éxito a gran escala en los 90. Pero en los años previos a su muerte, su figura perdió fuelle popular. Al menos en España era (como ahora) alguien más respetado que escuchado. Representaba los valores de una época que comenzaba a perderse en la memoria.Un fantasmagórico espíritu más cerca de la leyenda que de la realidad capaz de conjugar de manera combativa y sucia, chulería, rockabilly, blues, punk y doo wop de los 50.
Sin embargo, yo no lo he olvidado. Tengo muy presente, desde luego, el concierto que dio en San Javier en 1994. Uno de los más grandes que he contemplado en mi vida. Aquel año se encontraba presentando por medio mundo su más reciente creación: el intenso, digno y magnético Backstreets of desire. Un notable disco que lo había hecho renacer. Su vibrante versión latina del clásico «Hey Joe» se había convertido en un inesperado éxito que sonaba constantemente en las radios y bares y a Willy se lo percibía contento. Disfrutando de la restauración de una carrera que con el tiempo, se había ido apagando y cuyos mayores logros empezaban a ser demasiado distantes. Estaba, por tanto, henchido de energía, lleno de vitalidad y además, era palpable que disfrutaba de España, se sentía muy cómodo entre nosotros y que una parte muy visceral de su ser conectaba íntimamente con la espontaneidad hispana. De hecho, se desplazaba por el escenario con absoluta soltura. Casi siempre con una sonrisa en los labios. Fluyendo como si en otra vida, hubiera sido una bailadora de flamenco o una adivina gitana. Algo natural, teniendo en cuenta que en su concepción sin fronteras del rock, se había aproximado años antes a los sonidos isleños. La salsa y la rumba diabólica. Mezclando la mitología sureña con la africana y caribeña para componer temas parecidos a chupitos de tequila. Corrosivos blues que olían tanto a carne mexicana como a hot dog de barrio. A trucha del Missisipi, anís barato y Jack Daniels.
Aquella noche, Willy DeVille dio una inolvidable, inmensa lección de rhythm & blues. Una soberbia lectura de la historia del rock. Estilo que travistió y deformó como quiso.
Willy parecía un perro callejero. Su figura refulgía a la luz de la luna llena y su espíritu dialogaba con los astros. No es que interpretara las canciones. Es que las devoraba. Las pasaba por su filtro, haciéndolas sonar sucias y vivas. Aquello fue un ritual carnavalesco más que un concierto al uso. A veces, parecía que Little Richards había tomado posesión del viejo Willy, transformado por mor de un exorcismo en un coyote. Por momentos, parecía un animal. Un hombre lobo contento y engreído. Orgulloso de devorar un filete bien hecho de blues en sus fauces. Zarandear a su antojo el alma turbia del rock. Y en otras ocasiones, parecía que se hallaba poseído por el pirata John Silver. Que el escenario se había convertido en una galeón por el que Willy se movía como por el patio de su casa, dando órdenes a sus músicos.
Airado y lunático, Willy cantó como si tuviera ron en los labios. Con maestría, sabiduría y entonando las estrofas con aire de borracho. Actúo como si estuviera en la barra de un bar y el público fuéramos un grupo de amigos. Cavó fosas profundas en el cadáver del rock de cuya tumba surgían constantemente riffs de guitarra cortantes. Y sólo faltó que tronara aquella noche para que, directamente, pensáramos que teníamos al diablo ante nosotros. Aquel con el que pactó Robert Johnson como probablemente también lo hicieron Screamin’ Jay Hawkins y John Lee Hooker. Una muestra de lo que podría ser el mundo si su capital fuera New Orleans y en las iglesias, las imágenes de Cristo se mezclaran con las de angelitos negros y diablillos sonrientes.
Lo dicho. Una experiencia mágica que no he olvidado todavía porque el corsario convirtió San Javier en una taberna. Un bar de marineros. Y nos hizo vibrar, elevando el rhythm & blues a los altares de un género mayor. Dignificándolo a medida que cantaba legendarias canciones que, en sus manos, volvían a sonar rabiosas, vivas y peligrosas dado que Willy siempre tuvo la capacidad no sólo de hacer revivir el marchito, trasnochado espíritu del rock sino de devolverle peligrosidad. Convertirlo en ese azote que, durante unos años, hizo temblar el mundo a medida que se convertía en banda sonora de noctámbulos, rebeldes, borrachos y drogadictos. Música de tugurio, cabaret y perdedores. Consuelo de almas caídas y errantes. El maná de los desheredados. Shalam
إِنَّمَا يَتَفَاضَلُ النَّاسُ بِأَعْمَالِهِم
No me enfado por lo que la gente me pide sino por lo que me niega
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