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Camellos

Nov 12, 2016 | 0 Comentarios

Hace años que dejé de fumar pero cuando lo hacía recuerdo que había dos marcas que me seducían tanto por su sabor como por su diseño. Únicamente las compraba en ocasiones esporádicas siendo muy consciente de que debía disfrutar cada cigarrillo de una manera especial. Una era Chesterfield. Y la otra, Camel. Además de su olor que aún me inspira ciertos aires de libertad y sana autodestrucción, la fascinación por aquellos cigarrillos procedía sin dudas de la cajetilla en que venían prensados cuyo diseño siempre conseguía relajarme. Sacarme de mi cotidianidad y transportarme a otros lugares. Generalmente al desierto, una novela de Paul Bowles o alguna ciudad portuaria del cariz de Alejandría o Tanger entre cuyas mezquitas y estrechas calles y avenidas se desarrollara una amplia vida oculta llena de recovecos y secretos.

Fumar una ristra de cigarros Camel era una llamada a la aventura. La invocación de un viaje hacia otros rumbos. Algo que probablemente, por poseer un nombre similar, también me ocurre cada que vez que escucho cualquiera de los primeros cuatros discos de la legendaria banda británica comandada suave y firmemente por Andrew Latimer y Peter Bardens durante la década de los 70: Camel, Mirage, The snow goose y Moonmadness. Una tetralogía musical que me atrevería a decir que recorre todas las paletas de sonidos del prog y es capaz de abrir nuevos caminos entrelazando de manera mágica y sensual el rhythm and blues con el sinfonismo. La reflexión y el hedonismo, terrenos transitados con desconocidos y las ansias de riesgo y experimentación con cierto sabor comercial y juguetón que no permite a ninguna de estas creaciones aterrizar en la frontera vanguardística. Las deja flotando a medio camino de ninguna parte, como un texto adulto compuesto para una película de dibujos animados o un western en el que, a pesar de varios conatos y enfrentamientos, nadie disparara una solo tiro.

Creo que es precisamente esa sensación de no encontrarse en un lugar preciso, lo que dota de consistencia a estas canciones. Concediéndoles esa sensación indefinible y especial. Tal vez también su aire momentáneo. La capacidad que tienen de hacernos sentir que siempre se están desarrollando en presente continuo. Y que, a pesar de haber sido compuestas y grabadas hace varias décadas, alguien las está interpretando en estos mismos momentos en una sala contigua al lugar que nos encontramos ahora.

camel-ride-garima-mishra-tiwariFluidez e instantaneidad mezcladas con ciertos grados de épica. Espontaneidad y eternidad. Vientos medievales y clásicos envueltos en cierto aroma FM. Improvisación y absoluta precisión. Nostalgia de algún futuro probable e improbable.

Resulta ciertamente dificultoso trasmitir los matices sonoros de esta tetralogía, pero aún más difícil describir la sensualidad y magnética intuición de los punteos de guitarra de Latimer. Un hombre que fue capaz casi de hacer llorar, hablar a su instrumento y junto a los teclados de Bardens consiguió componer envolventes olas de sonido que generaban una placidez inigualable sin por ello caer en un virtuosismo estéril o la trampa de la facilidad. En el edulcoramiento o el enrevesado abigarramiento. Pues su pretensión era más bien capturar atmósferas, componer sólidas y evanescentes ambientaciones (que, obviamente, atrajeron la atención de Brian Eno) en las que perderse, mutando agilmente conforme las melodías evolucionaban en uno u otro sentido.

Un fluido deseo de hacer música suave que probablemente provoca esa deliciosa sensación de levedad que recorre los cuatro discos. Esa sensación de estar flotando en medio de las arenas del desierto o un país imaginario.  Estar instalados en la mente de un pintor cubista o en el centro de un frondoso jardín cuyas plantas y flores se encuentran en continuo movimiento, dentro de un edificio que lo mismo podría ser un castillo que un rascacielos o escuchando un soundtrack de un relato maravilloso, de una atípica película de ciencia ficción o de una historia de amor protagonizada por dos jóvenes que se conocieron en Woodstock.

70434camels-in-desertCamel, sí, es la marihuana hecha música. Hilos de hachís recorriendo lentamente el cuerpo. Un chute de conciencia atravesando la sangre. Casi un sueño lúcido. Un viaje por el inconsciente suave y tranquilo. La música de un atardecer interminable. Una mirada a los dos costados del sol. Una vía de fuga entre la música popular y la culta. Iannis Xenakis divirtiéndose en Ibiza, reinterpretando un disco de Grateful Dead y otro de Wishbone Ash. El encuentro entre los ritmos del cosmos y el clasicismo del rock. Un océano de arena recorriendo el pop. Lo que en un mundo ideal hubiera sido la música adulta. Imágenes espectrales de Arabia apareciendo en un centro comercial. El cruce exacto entre la diversión y la reflexión. La esperanza y la lucha. El comercio y el arte. Alicia cruzando los cielos persiguiendo un cigarrillo. Y la creencia de que no sólo en la niñez puede encontrarse la inocencia ni la sabiduría únicamente en la vejez. En definitiva, es el momento exacto en que la música experimental se hizo comprensible y el pop se convirtió en un jugoso experimento cuyos límites parecían no tener fin. Shalam

القافِلة تسير والكِلاب تنْبح

El que espía escucha lo que le desagrada

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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