Los discos de Rafael Berrio son heroína, vicio y apego; ese café sin el cual las tardes se tornan pálidas e insufribles. Probablemente porque, al igual que los bares y prostíbulos de pueblo, sus composiciones nacieron para intentar soportar la vida. Crear un lugar donde nadie sea excluido.
El músico vasco no toca la guitarra sino que la rasga con elegancia y cierta ansiedad. Y parece que lo hace en torno a una mesa llena de vasos de vino, fichas de dominó y chaquetas de cuero. Fumando un cigarrillo de tanto en tanto. Con elegancia, ansiedad, el alma desnuda y la sorna de un ángel ebrio. Mirando con cierto cinismo y distancia a la rebeldía adolescente mientras construye odas maduras sobre los recuerdos que van y vienen.
Berrio es un anacoreta lúcido y temerario que ha apostado por ser cantautor en una época en la que los de su gremio parecen dinosaurios. Y lo ha hecho con maestría. Destruyendo la música pop y disco y componiendo canciones semejantes a poemas de Jaime Gil de Biedma. Solitarios cánticos esbozados en el crepúsculo del capitalismo salvaje. En realidad, Berrio no parece un cantante y mucho menos un rock star sino un jugador de póker. Un fino observador cotidiano. Un hombre que viaja con total discreción en el metro preocupado por asuntos personales en los que nos sentimos todos reconocidos. Desde luego, es inevitable no acordarse de antiguos juglares al escucharlo entonar sus versos o de alguno de esos míticos cantantes franceses que se pasaban la vida amando, bebiendo alcohol y componiendo canciones que olían a sexo sucio. Aunque hay ciertos tonos vanguardistas en su obra que hacen rememorar los poemas de César Vallejo. El espíritu de Lautreamont y el de Luis Alberto Spinetta. El punk y la bohemia.
1971, Diarios y Paradoja son los agnósticos evangelios compuestos hasta ahora por Rafael Berrio. Tres textos sonoros que nos hablan de esas épocas de la vida en las que no hacíamos más que lo que nos daba la gana y leíamos libros o viajábamos en trenes sin ningún motivo en concreto. Sin un objetivo claro. Tres obras que ahondan en la vida cotidiana con pereza y desgana, parecidas a un traje roto, que se encuentran llenas de ese tipo de frases y pensamientos que se escriben a medianoche en cuadernos y, años más tarde, revelan significados inesperados. Y además, poseen la lucidez e insolencia propia del que ya ha perdido unas cuantas veces la cabeza pero tampoco está completamente de vuelta de todo. Aún hace las correspondientes pausas antes de expresar aquello que siente y ponerse a reflejar su particular mundo convulso y caótico con alegría contenida.
En realidad, pienso que Berrio es un epicúreo. Un genio ebrio. Y que sus catecismos son una invitación a vivir y hacerlo bien: saboreando las comidas y los baños, el sexo, el aire y la amistad en las dosis justas. Transformando nuestros placeres en bombas y nuestras manías en alaridos de humor.
Los discos de Rafael Berrio están llenos de relatos de supervivencia y también de arañas; de placeres pasajeros, vida, aburrimiento, placer, asco y jovialidad. Son una desordenada casa donde las las copas se alzan al compás de la tristeza y la melancolía y la ira de dioses mudos. Una delirante borrachera y una angustiosa caída en medio de la que aparece la voz de este escritor excéntrico invocando, cuando ya parecía que estaba extinta y caduca, la absoluta necesidad de cambiar el mundo a través de la lírica y el rock. El fuego que aún, hoy en día, da fuerza a los hombres mientras pelean contra los negros gigantes. Shalam
القافِلة تسير والكِلاب تنْبحf
Quien desee adivinar el futuro, debe mirar hacia el pasado
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