Mick Ronson era un obrero de la guitarra que tocaba como un noble. Por su aspecto sin maquillar cualquiera diría que trabajaba transportando cajas en el puerto de una ciudad, pero cuando se subía a un escenario con las galas puestas parecía un desgarbado conde renacentista. Alguien misterioso y reconcentrado en sí mismo paseando por un castillo porque, además de nocturnas y elegantes, las notas que extraía de su instrumento se encontraban llenas de resonancias. Envolventes ecos que convertían las canciones en las que aparecían en odas teatrales; operísticas composiciones que sobrevolaban el tiempo.
Mick era cortante y afilado pero también desenfadado y vulgar. Lograba mezclar el ambiente de pub y de fiesta de un sábado noche con la solemnidad de una suntuosa celebración. Combinaba con sumo talento lo lírico y lo árido; lo poético y lo salvaje; el dandysmo y la grosería. Tocaba con los dos pies bien plantados en la tierra pero era capaz de recorrer el espacio en tan sólo unos instantes. El sonido que logró extraer de su guitarra definió en gran medida el glam. Era su espíritu encarnado en tierra. Sucio, vicioso y corrosivo como un travesti caminando cerca de una iglesia durante un domingo pero también esotérico. Lleno de matices y retruécanos. Parecido a un conjuro de bruja o a un sortilegio mágico por su intensa capacidad de evocación. Por la facilidad con la que abría y cerraba círculos esféricos parecidos a runas paganas que invocaban extraños rituales antiguos.
Su contribución fue decisiva a una de las épocas más gloriosas de la odisea creativa de David Bowie. La que va de The man who sold the world a Pin Ups. Discos sobre los que ya todo está dicho cuya influencia fue mucho más allá del ámbito musical y aún continúan sobrecogiendo. Fomentando vocaciones y rompiendo el cerebro de adolescentes en formación. En todos ellos su guitarra se cierne agresiva. Suturando alegría pero también una intensa melancolía y tristeza. Por momentos, se mezcla perfectamente con la voz de Bowie y con los teclados, desaparece o llena de metralla el sonido. Es, sí, una guitarra mutante. Una guitarra que nunca está quieta. Siempre está experimentado. Volando. Rasgando velos. Flotando y descendiendo. Introduciéndose en los más escarpados y ariscos lugares. Logrando un sinfín de misteriosas resonancias que lo mismo rememoran a las películas de ciencia ficción, a los círculos ocultistas o al sexo más orgiástico y pervertido. Siempre, eso sí, con una delicadeza y una ambigua elegancia que, no importa lo lejos que apuntara y llegara, se encontraba tan cerca del barrio como del manicomio. Transmitía a la perfección la ira y el extravío de los lunáticos, los vagabundos y los locos. Un intenso extravío. Shalam
Ve, mira la hormiga, perezoso, observa sus caminos, y sé sabio
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