A Javier Moreno siempre lo he visto como un hombre del Renacimiento o el Barroco. Un caballero del Siglo de Oro que podría haber embarcado rumbo a América o Lepanto, componer habitualmente sonetos o lírica pastoril mirándose en el espejo de Garcilaso de la Vega e interpretar música medieval en iglesias y plazas con su violín. Una visión que refiero aquí porque me sirve para explicar con mayor precisión la manera en la que me suelo aproximar a su obra narrativa: un reflejo de la tensión existente actualmente entre la tecnología, el mundo virtual y la lengua española. Un encuentro en la barra de un bar entre Góngora, Lipovetsky, Cervantes y Baudrillard.
De hecho, esto es lo que más interesa de su literatura. Una performance donde asistimos a las mutaciones de las ideologías y símbolos que hasta hace una o dos décadas definían el mundo hispano y cómo son absorbidas por el estallido globalizador. Temo en cualquier caso no estar explicándome bien. Por lo que lo intentaré hacer de otra manera. Para mí, los personajes de Moreno son una mera excusa para hablar de lo realmente importante: la perplejidad. El asombro ante un mundo donde la contemplación de un amanecer o puesta de sol ha sido sustituida por una discusión en facebook, el emoticon ha reemplazado al abrazo y la clase media está quedando destrozada o se encuentra en tierra de nadie. Sin signos de distinción cultural o de cohesión social más allá de las marcas o la series de tv. Además, las ciudades han dejado de ser puntos de encuentros y se han convertido en islas donde apenas se escuchan monólogos. Soliloquios como los pronunciados por las voces narrativas que aparecen en las novelas de Moreno cuyo vértigo y rapidez se corresponde con el signo de los tiempos. Una época donde no se reflexiona caminando, alzando la mirada hacia el mar o el horizonte sino haciendo zapping. Buscando un hueco libre en una agenda repleta de actividades o frente a la pantalla de una computadora llena de ventanas abiertas.
Si se han seguido mis anteriores reflexiones, se entenderá que no puedo estar de acuerdo del todo con las observaciones que Vicente Luis Mora le hizo a Javier Moreno sobre su novela. Básicamente, que el argumento quedaba entrecortado entre un maremoto de reflexiones concisas y agudas que podían llegar a abrumar y apartar de la vía principal. Por más que, claro, su opinión me parece pertinente y probablemente mucho más sensata que la mía. Ante todo, porque lo que me interesa de Acontecimiento no es aquello que cuenta -ni la presencia terrorista ni la veleidad matrimonial y tal vez ni siquiera la crisis individual- sino los continuos aforismos que van surgiendo a partir de la leve anécdota narrada como nubes atravesando el cielo hasta oscurecerlo por entero.
De hecho, lo que me impulsa a seguir leyendo, sí, son las abstracciones. Esas furibundas reflexiones a medio camino de enjundiosas frases conceptuales e insinuantes post de facebook o twitter que sería posible encontrar -por medio de un simple proceso de copy & cut- tanto en cualquiera de las otras novelas de Moreno como, mismamente, en un ensayo filosófico. Porque además de un juglar entonando versos en una taberna medieval, también veo a Moreno como un filósofo metido a novelista. Un pre-socrático que se divierte escarbando en los agujeros de donde surge el pensamiento lógico y se siente más seguro en las lloviznas, bordeando picos reblandecidos que en territorios secos. Tanto es así que por ahí vislumbro que llegará ese enorme libro que su literatura augura: de olvidarse de trazar líneas argumentales y dejar hablar al lenguaje rocoso. Esculpiendo una enorme novela que sin explicaciones, nos confronte con un tronco de frases cortas inacabables de dimensiones metafísicas. Algo parecido a un texto de Hermann Broch adaptado al siglo XXI o una conversación de wattsup entre Martin Heidegger, José Ortega y Gasset y Jean Paul Sartre.
Creo que Acontecimiento es también un reflexión sobre la paternidad y la virilidad en el nuevo siglo. Una constante que ya se encontraba en Alma y se diluía un tanto en 2020 tal vez por la emergencia social de la que daba testimonio esta última novela. La cual se pierde aquí dentro de un laberinto abierto sin centro ni límite. Una metáfora concisa de un tiempo plagado de acontecimientos donde precisamente el verdadero acontecimiento sería que no sucediera nada y el lenguaje pudiera así separarse del ser humano. Algo que por el momento parece que no va a ocurrir, como sugiere un texto indefinido que explica muy bien, sin necesidad de hacer alusión a ello -o tal vez sí- por qué no es que actualmente sea imposible realizar una revolución sino por qué es totalmente imposible pensarla.Y no digamos ya entonar unos versos de Garcilaso de la Vega, Francisco Quevedo o una cantiga medieval y pretender ser comprendidos por el auditorio (si es que lo hubiera o hubiese) en su conjunto. Shalam
اِلْزَمِ الصِّحَّةَ يَلْزَمُكَ الْعَمَلُ
Si el vino es fragrante, no importa que se venda al fondo del callejón
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