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La loba

Abr 28, 2018 | 0 Comentarios

Bette Davis era un huracán. Era capaz de convertir un personaje anodino en un torbellino y con una mirada y un gesto de desdén transformar a una señorita remilgada en una mujer peligrosa. Tenía tanto carácter que estoy casi seguro de que en la Warner le escribían papeles tímidos y apocados que ella podía levantar con una sola frase o rictus de su rostro.

Sus ojos eran orgullosos. Tremendamente expresivos. La marca de su personalidad. No miraban sino que escrutaban y no observaban sino que juzgaban. Transmitían infiernos interiores y los portentosos contornos de un espíritu voluntarioso.

Bette Davis es el símbolo de la mujer rebelde y orgullosa. Se resistía a que la encasillaran y siempre daba un giro a sus papeles. Nunca retrocedía un metro frente a las estrellas varones y, en la mayoría de los casos, les robaba las escenas con descaro y misteriosa autoridad. Bette dejaba claro a cada segundo que ella no era una secundaria. Ella era el principal reclamo de cada película. El motivo por el que los espectadores debían pagar una entrada. Y lo hacía tanto atacando y apoderándose con brío de sus papeles como esperando el momento justo para pronunciar una frase matadora con un acento que destruía toda oposición. Era, sí, una profesional. Pero, ante todo, una fuerza de la naturaleza. Interpretaba papeles memorables con asombrosa sobriedad. Con la soltura con que fumaba un cigarrillo tras otro o caminaba. Sus gestos eran deslumbrantes pero al mismo tiempo, contenidos. Parecían los de un animal en guerra, sí, pero lo suficientemente hábil para llevar a cabo su plan con la frialdad adecuada.

Bette Davis tenía una herida en su corazón que se traslucía en pantalla e inundaba de tristeza, violencia y dolor a la mayoría de mujeres que interpretó. Y la hizo ideal para encarnar personajes vengativos y atormentados. Mujeres cuya satisfacción era salirse con la suya más que cumplir con los roles sociales. Me estoy refiriendo al temprano abandono de su padre. Una separación que la sumió desde muy niña en los abismos de la depresión y la inseguridad de los que ni tan siquiera la sobreprotección de su madre pudo librarla. La convirtió en una persona desconfiada con cierta amargura que aprovechaba para interpretar mujeres rocosas, egoístas, luchadoras y frívolas que con una sola frase desmontaban a sus oponentes. Y para profundizar en la escalera del odio y el tormento. Aportar todo tipo de matices a caracteres superficiales que ella convertía en creíbles y a personajes autodestructivos que ella humanizaba, transformando su drama en una epopeya universal totalmente veraz. Algo que se puede comprobar repasando algunas de sus inolvidables interpretaciones en La loba, Jezabel, El bosque petrificado o Eva al desnudo.

Bette consiguió algo además bastante inusual. Sólo a la altura de los más grandes. Convertirse en el centro de atención de todas las películas en las que aparecía. No importa cuán mediocre fuera el film, que su presencia le daba realce. Porque era la viva imagen del arte. Alguien que afilaba la lengua como un cuchillo y hacía de su mirada un arma cruenta pero al mismo tiempo, sabía guardar secretos y contenerse cuando la situación lo demandaba. Era calculadamente explosiva y pasional hasta el punto de que era un auténtico espectáculo verle perder los nervios en una pantalla. Y tenía tanto talento que no necesitaba de un método concreto ni de mucho trabajo porque comprendía instintivamente lo que cada personaje pedía y sabía que con su toque personal bastaba para ponerle sabor y color.

Bette Davis fue una actriz que se impuso por su carácter y no por su belleza. Demolió corazones por su personalidad. Sabía que la mayoría de hombres no estaban a la altura de su mito y no dudaba en expresarlo en voz alta. Parecía, sí, indestructible pero, no obstante, sufrió lo indecible cuando se fue de la Warner, conforme fue envejeciendo y, sobre todo, por el retrato que su hija hizo de ella en una biografía en la que lo más hermoso que le decía era monstruo y aparecía como una persona obsesiva, maniática y tremendamente neurótica.

Un retrato que probablemente tenga algo de cierto y explicaría la asombrosa naturalidad con la que se ponía en la piel de personajes desquiciados y rotos, tal y como deja claro esa película que justifica toda una vida llamada ¿Qué fue de Baby Jane?. Un escalofriante duelo a muerte con una rival, Joan Crawford, que quita el aliento por la descarnada brutalidad con que retrata la decadencia y el odio entre dos actrices. Por la sordidez con la que retrata una envidia que fue más allá de la pantalla y ha transformado la relación entre Joan y Bette en carne de libro, psiquiatra y serie de TV. Un titánico duelo a muerte entre dos egos heridos que luchaban pasmosamente por imponerse el uno al otro y terminaron por dejar un malicioso retrato a las futuras generaciones sobre las perversidades de la fama. Un lienzo cinematográfico nocturno y demoníaco, casi incestuoso, sobre la competitividad.

No obstante, tampoco creo que sea completamente exacto el feroz retrato que su hija hizo de ella. En absoluto. Pienso más bien que, más allá de su fortaleza, Bette era alguien sensible. Mucho. Y por ello, era capaz de llegar a límites extraordinarios tanto en sus odios como en sus amores. No tenía fondo y aspiraba a dejar su huella y personalidad allí donde aparecía. Lo que la transformó en una mujer indomable y, en cierto modo, difícil que se vio obligada a pagar el precio de la soledad para ser ella misma. Para desarrollar ese descomunal talento que poseía que convertía una tarde mediocre en memorable por el mero hecho de verla aparecer en la pantalla dictando el ritmo de la realidad. Marcando el ritmo de los acontecimientos. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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