Este sábado he sido invitado por el ayuntamiento de Alguazas para participar en el evento II Jornadas sobre series televisivas «Mundos en Serie». Dejo a continuación el texto en el que me apoyaré para realizar mi disertación sobre uno de los artefactos artísticos más complejos y extraordinarios de la historia: Twin Peaks. Avisando, eso sí, que por su extensión, lo dividiré en tres partes.
Ahí va la primera:
Twin Peaks: la pesadilla púrpura.
Twin Peaks es un alarido de la imaginación. Un torbellino cinematográfico. Un cubo de rubick al que le faltan varias piezas y por tanto, nunca puede ser completado. Una esquizofrénica fantasía tan elástica como un sueño en la que puede penetrarse de múltiples formas. De hecho, sus contornos son tan amplios que permite que las distintas visiones e interpretaciones que van apareciendo -no importa lo disparatadas que sean- se complementen, y vayan creando nuevos textos que enriquecen el original propuesto por David Lynch y Mark Frost.
Intentaré hoy aportar mi propia perspectiva sobre una obra que tengo situada en el segundo puesto de mi podium personal de series televisivas de la historia. Un palmo por debajo de La dimensión desconocida y otro por encima de Los Soprano.
Seré lo más directo que me sea posible. Para mí, Twin Peaks -al igual que la práctica totalidad del cine de Lynch- es, ante todo, una de las más incisivas sátiras que se han realizado sobre la idiosincrasia norteamericana. Es un complejo, mordaz y poliédrico psicoanálisis de la Norteamérica del siglo XX. De hecho, en los primeros borradores, el crimen que se intentaba desentrañar no era el de una chica anónima de una pequeña ciudad de la América profunda -Laura Palmer- sino el de Marilyn Monroe. Uno de los más grandes símbolos de la nación.
Twin Peaks iba ser una serie en la que se ahondase en la dimensión oculta del suicidio de la célebre y frágil estrella de Hollywood. Trágico acontecimiento a partir del que, supongo que se abrirían compuertas que se internarían en los negros, oscuros fosos de la historia del país del dolar. Y servirían para indagar tanto en la relación de J.F. Kennedy con la actriz como en su asesinato que, conociendo a Lynch, imagino que se conectaría con la proliferación de sectas ocultistas durante los 60, la obsesión por los extratarrestres, la faz diabólica del sueño hippie, la destrucción de las culturas indígenas en pasados siglos, los orígenes del rock o el consumo de drogas psicodélicas hasta llegar a las matanzas cometidas por Charles Manson y sus huestes. Ciertamente, no puedo evitar sonreírme, pensando que tal vez fuera el famoso asesino de Sharon Tate quien se encontraba detrás del primer esquema que Frost y Lynch realizaron de Bob: el maligno espíritu que viola repetidas veces a Laura Palmer y comete un sinfín de hechos macabros más durante las tres temporadas filmadas hasta la fecha de Twin Peaks. Al fin y al cabo, Manson fue tomado en su época no sólo como un loco sino como una emanación cósmica del mal. Aquello que Bob representa dentro de la poliédrica serie.
Aquel primer proyecto no terminó de cuajar pero la idea persistió, -de hecho, de otra manera distinta, se encuentra en gran medida desarrollada en Mulholland drive y mucho más extensamente en el delicioso libro de Frost, La historia secreta de Twin Peaks– fue modificada y finalmente, cuando los directivos de la ACB dieron carta blanca, se convirtió en la serie que todos conocemos. Una obra que marcó un antes y después en el mundo de la televisión por varios motivos.
Ante todo, por captar prematuramente el espíritu de los noventa. Una época en la que la pequeña pantalla se abrió a la incertidumbre, la confusión y los juegos narrativos. Se comenzó a convertir lentamente -parafraseando el título de otra serie que brotó como una espora del éxito de la de Lynch- en un Expediente X. Un territorio de franca experimentación posmoderno que ayudó al estreno en prime time de obras que desarrollaron muchas de las innumerables posibilidades temáticas de esta maligna flor catódica -caso de Fringe o Lost-, de sus hallazgos formales –caso de algunos episodios de Los Soprano- o de sus componentes simbólicos y alquímicos -Carnivale- y permitió comprender mejor cierto tipo de propuestas con las que se hallaba hermanada por corrientes internas de extrañeza -caso de Doctor en Alaska-.
Twin Peaks era una elegante, despiadada y lúcida despedida de la mayor parte de producciones de los años 80. Antes de Twin Peaks, en las series televisiva apenas existía creatividad. El toque de autor. Las secuencias eran planas y efectistas. Y cualquier crítica al capitalismo o el modo de vida norteamericano no era más que un mero efecto retórico sin contenido crítico que terminaba ratificándolo. A excepción de Luz de luna, Canción triste de Hill Street y otros casos esporádicos, la televisión era un territorio plano. Un frívolo pasatiempo moderno. Dinastia, El coche fantástico, El equipo A, Dallas, Falcon Crest, Corrupción en Miami eran las referencias de éxito. Productos llenos de clichés y esteriotipados que eran disfrutados porque suspendían la credulidad. Ayudaban a evadirse y entretenerse. Llenaban vacíos cotidianos intrascendentes sin formular ni una sola pregunta. Algo que Lynch se encargaría de modificar para siempre, dado que Twin Peaks estaba filmada exquisítamente. Con el sello de calidad del cine de autor. Se encontraba llena de plano originales y secuencias que se abrían a diversas lecturas y se bifurcaban por imprevisibles rutas.
Una circunstancia que consiguió embrujar, hipnotizar a cientos de miles de teleespectadores que fueron atrapados por la mágica trama y se sintieron tratados con respeto por primera vez. Tanta fue la trascendencia, de hecho, de la primera temporada de Twin Peaks -un verdadero fenómeno catódico de su época a cuyo paso surgieron centenares de club de fans- que no sólo influyó en el futuro de la televisión sino que -siguiendo una famosa máxima borgeana- creó sus propios precursores y transformó el pasado. Pues su parodia y visión ácida de la sociedad norteamericana contribuyó a dotar de un carácter fantasmagórico y espectral a todas aquellas producciones que, hasta la llegada de la abisal creación de Lynch y Frost, eran vistas como estúpidas loas capitalistas; tal y como podemos verificar, por ejemplo, observando la perversa modificación de la entrada de Falcon Crest realizada probablemente por un hábil conocedor de los resortes ocultos de Twin Peaks, que dejo a continuación.
Además, al contrario que el resto de las series, Twin Peaks no daba respuestas sino que era una maquina de generar preguntas que iban aumentando con el tiempo y se iban haciendo más complejas a medida que los espectadores nos íbamos dando cuenta de que su trama era cósmica y que la población no era más que una proyección del purgatorio en la tierra.
En verdad, lo que menos importaba realmente era quién mató a Laura Palmer. Una cuestión que sirvió como gancho para atrapar al espectador medio y que, de ser por Lynch, nunca se hubiera resuelto. Pues, en el fondo, el tema de la serie es otro muy distinto y tiene más que ver con las dimensiones paralelas, la lucha gnóstica entre el bien y el mal o la búsqueda del sentido de la vida y el misterio que con el autor de tal o cual asesinato. Por ejemplo, ha sido en la tercera temporada donde la mayoría hemos tomado conciencia de que Twin Peaks (picos gemelos) no hace tanto referencia a las dos colinas que hay a la entrada de la imaginaria población sino con la logia blanca y la logia negra. Las dos realidades paralelas y ulteriores que influyen de manera absoluta, casi totalitaria, en el carácter, actos y vida cotidiana de los protagonistas de esta excéntrica creación cuyos referentes icónicos son inacabables. Algo que la hace sumamente disfrutable por el espectador culto que puede entretenerse reconociendo diversas escenas (e ideas) extraídas de famosos lienzos de René Magritte, Francis Bacon o Edward Hopper o comparando la atmósfera, ritmo y planificación de determinadas secuencias con las de ciertos films de Peter tscherkassky, Jacques Tati o Quentin Tarantino.
En cualquier caso, las referencias cultas son tan sólo algunas del inmenso batallón de las utilizadas por Lynch en la serie y el resto de sus filmes. Pero no debemos olvidar que existen otras menos prestigiosas y recurrentes aunque tan importantes para comprender las raíces de su creatividad y los últimos alcances y referentes de su obra.
Me refiero, claro, en concreto, al cine de serie de B de ciencia ficción y terror y a los cómics de superhéroes. Icónicos géneros esenciales en los inquietantes, borrosos lienzos del director norteamericano pues no sólo contribuyen a deformar y caricaturizar los aterciopelados y elegantes decorados interiores de sus películas sino que, sobre todo, conducen a sus ficciones por los escurridizos, peligrosos territorios de la parodia, lo monstruoso e incluso lo ridículo. Una afirmación que no sostengo con ánimo peyorativo alguno sino con el deseo de contribuir a comprender mejor los parámetros, redes y objetivos de sus telúricas visiones cinematográficas. Ya que es gracias a los géneros y artes «menores» que logra terminar de deformar su visión de la sociedad norteamericana y delimitar el retrato de su rostro monstruoso, a medio camino del infantilismo y el egoísmo. De la brutalidad, la ignorancia y el fanatismo.
No debemos olvidar además, que el país norteamericano ha sido sino el inventor, sí el mayor productor de cultura pop del planeta. Una cultura del esparcimiento y el chicle que sirve para entender mejor lo que es Twin Peaks. Una serie que, como la goma de mascar, extiende y contrae sus límites con una facilidad inaudita y lo mismo nos remite a las películas de zombies que a la novela policíaca, Porltergeist, Pesadilla en Elm Street o -vuelvo a repetirlo- el cómic de superhéroes. Un arte que ha sido para la generación de David Lynch lo que el folletín romántico para la de Goethe: su auténtica educación sentimental. Su novela de aprendizaje. Algo que se pone de manifiesto en ese absurdo pastiche con el que prácticamente finaliza el capítulo 17 de la tercera temporada de Twin Peaks y se cierra, en principio, su trama principal.
Me refiero a la secuencia en la que, tras una tortuosa odisea, el agente Dale Cooper vence a su doble con la inestimable ayuda del puño verde de Freddie Sykes. Un muchacho a través del que Lynch sublima el sueño con el que tantos compatriotas suyos han crecido: vencer al mal. Convertirse en héroes y garantes de la comunidad. Un deseo infantil y puro que es ridiculizado y puesto en evidencia en las perturbadoras escenas que continúan a este final en falso, cargado de bilis paródica y corrosiva ironía sobre el estado de salud mental del país norteamericano. Esa nación que va instaurando, según creen tantos de sus ciudadanos, la democracia y la libertad por medio mundo pero se encuentra corroída -como comprobaremos a lo largo de Twin Peaks– en sus entrañas.
No obstante, si bien pudiera parecer que la monstruosidad en el cine del creador de Cabeza borradora tiene que ver, sobre todo, con lo ridículo, lo cierto es que posee un cariz mucho más trascendente, tal y como lo demuestra el monumental episodio 8 de la tercera temporada. Capítulo al cual me voy a referir a continuación no tanto por su tremendo valor artístico sino porque lo considero la rendija central para comenzar a comprender en su dimensión total Twin Peaks y casi toda la filmografía de Lynch. Una obra que visualizo en su conjunto como una habitación llena de televisiones en cuyas pantallas se proyectan ininterrumpidamente imágenes de cada una de sus películas formando una especie de fantasmagórico fractal. (continuará). Shalam
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