El mundo zombi no se sostiene (o sostenía) únicamente por el consumo. Lo hace (y hacía) sobre todo, por el trabajo. La movilidad de los centros de ocupación capitalistas que exigían trabajadores adaptables, renovables y dispuestos a cambiar de domicilio con la misma facilidad con la que se mudaban los zapatos o el traje. Lo que implicaba, sí, en cierto modo, pasar como una sombra por las nuevas comunidades en las que momentáneamente se adscribían. Lugares vacíos de sentido y significado en los que la antigüedad o el sentido de pertenencia al espacio (lo espacial sustituyendo a lo barrial) no eran ya importantes. O al menos, eran un valor secundario frente al cheque al portador o la tarjeta bancaria esgrimida por los técnicos neoliberales al instalarse en sus «adaptables», «abiertas» madrigueras.
Este hecho, que culmina un proceso de destrucción y atomización de la vida social espoleado por los mass-media podía por ejemplo rastrearse en Lolita. La obra maestra de Vladimir Nabokov. Una novela que era entre otras muchas cosas, un relato sobre la futura y «necesaria» muerte del modelo tradicional de familia heterosexual. Para empezar, Humbert Humbert era un expatriado europeo que alcanzaba a radicarse en los Estados Unidos gracias a la movilidad permitida por su sistema académico universitario que en realidad, no hacía más que reproducir el sistema «dislocado» en constante flujo y movimiento de las nuevas empresas capitalistas. Y su amor hacia la nínfula adolescente no se desarrollaba en una comunidad más o menos fuerte con lazos forjados a lo largo del tiempo sino en uno de esos no-lugares heterotópicos, símbolos de la dispersión y disgregación comercial: el motel. Siendo por tanto totalmente lógico, la decepción que sufriría al reencontrar años después de su «aventura» (una de esas palabras mágicas, -eufemismo de adulterio- a través de las que el neo-capitalismo atacó el amor conyugal) a Lolita convertida en una vulgar ama de casa de un hogar tradicional que intentaría destruir.
En cualquier caso, Humbert Humbert aún guardaba ciertos rasgos identificables, reconocibles como humano. Era un hombre en crisis. En trance de perder su identidad. Pero todavía no un zombi. Era un espíritu, eso sí, camino de serlo. Transformación en proceso que ya sí que testimoniaban perfectamente los primeros semi-individuos retratados por David Lynch (véase Cabeza borradora) o David Cronemberg en sus films (Rabia, Scanners, Videodrome). Seres en mutación, separados, aislados y dotados de la semi-conciencia de los monstruos.
Personajes en los que sus carencias se convertían en atributos que se imponían sobre un espíritu que no se manifestaba sino como ausencia. Espejo vacío y en ocasiones deformado que no encontraba más eco que los gritos y las fórmulas de deseo impuestas por la nueva industria y los nuevos rituales de consumo. Y que, no obstante, no terminaría de zombificarse plenamente hasta la llegada de internet y el trabajo empresarial casero «liberado» que convirtió al mundo virtual en el verdadero área social conforme despejaba la plaza pública de individuos que eran sentidos como molestias para el mundo corporativo. Un mundo en el que muy escasos momentos han quedado al margen de la pantalla de internet cuyos tiempos paralelos han permitido una promiscuidad múltiple y una mutación de identidades continua que han terminado por convertir el hogar en otro espacio heterotópico no tan diferente del antiguo motel.
De hecho, en este nuevo mundo en el que la movilidad empresarial depende de la velocidad de conexión a internet, el motel ha quedado prácticamente restringido a su uso primario: centro de transacción sexual entre prostitutas y clientes, parejas adúlteras, reuniones swingers, etc… Se ha transformado en un fetiche nostálgico donde se rememoran experiencias sexuales que ya vivimos, sabemos cómo vamos a vivir y queremos volver a vivir que por tanto nos habla, remite, como la figura del hippie, más a un pasado que a un presente.
Ciertamente, el presente, querámoslo o no, se juega en internet. Es allí, en el dominio de lo virtual, donde pugnamos por ser personas o no, hacernos ver o leer mientras lógicamente el espacio público queda en manos privadas. De las corporaciones. Razón por la que no veo posible ni viable a corto plazo censura en internet. Y si la hay, será «blanda» y «líquida». No será más que un lavado de cara. Otra manipulación más. Fuegos de artificio para llamar la atención y que utilicemos aún más este medio mientras en el mundo exterior se libra una batalla mucho más importante. La batalla real por privatizar totalmente el espacio público, robárnoslo, que es al fin y al cabo -y con el tiempo probablemente nos demos cuenta- lo que realmente reivindicaban los jóvenes que salieron a las plazas españolas en el 15 de mayo del 2011. El fondo más válido de un discurso y movimiento surgido justo antes de nuestra zombificación total. Nuestra introducción en el agujero negro de internet que marca el momento en que nuestro hogar se convierte en hotel constante de paso, centro vacacional infinito y la calle, el espacio público en algo ajeno. No-lugar vacío utilizado únicamente para consumir. Comprar. Ir al evento deportivo, al concierto, al aeropuerto. Siempre de un lugar hacia otro. No estar en ellos. No habitarlos. No construirlos. No definirlos. No nombrarlos. No ser. No Paul Celan. Sí J.G.Ballard. Deseo. Sí Lipovetsky. Deseo. Sí Baudrillard. Deseo.
Los egipcios, sí, escribieron varios textos sagrados conocidos con el nombre de El libro de los muertos donde se describían una serie de sortilegios mágicos para ayudar a los difuntos en su viaje por el inframundo. La otra vida. Nosotros también lo estamos escribiendo diariamente. Internet es nuestro libro de muertos. Y los foros de ayuda entre usuarios para navegar por él, sus oraciones. Rituales paganos para llegar al zombi. Conseguir un trabajo que como el hombre, probablemente haya dejado de existir. Se encuentre, como el campesino que protagoniza el minúsculo relato de Franz Kafka, Ante la ley, a las puertas de todo. En trance de la zombificación y la humanización. En ningún sitio. Porque el zombi ya no es el consumidor. Tampoco el parado. El zombi es el tiempo que invertimos en buscar trabajo y pensando en lo que consumiremos cuando lo tengamos. Shalam
ما حكّ جْلْْْْْدك مثل ظْفرك
Ningún amigo como un hermano; ningún enemigo como un hermano
En su ensayo El arte de la fuga, el psicoanalista Adam Philips intenta clarificar las razones de una evasión perpetua: la del famoso escapista Harry...
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