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Nov 14, 2018 | 0 Comentarios

René Higuita era el Camarón de los porteros de fútbol. Un genio inimitable e imprevisible como el cantaor flamenco. Un hombre con un desparpajo único que contribuyó a transformar cada partido en los que jugaba en una fiesta. Merecía la pena, desde luego, pagar una entrada por verlo a él. Un tipo tan excéntrico, seguro de sí mismo y diferente que conseguía que muchas miradas se posaran en él y no en el balón durante el transcurso del partido. Pues era capaz de convertir sus paradas en cubatas de ron, un simple despeje o salida de puños en una novela de realismo mágico y un calentamiento en un circo.

Lo cierto es que su aspecto desgarbado y sus salvajes melenas rizadas no eran tanto un indicio de que era un rebelde como un incivilizado al que le costaba seguir las reglas o más bien, no las tenía en cuenta. Ya podían decirle lo que quisieran sus técnicos o el árbitro que si él se empeñaba en realizar algo, lo hacía sin importarle las consecuencias. Motivo por el que al verlo bajo la portería, parecía que los postes eran árboles y el césped una selva. Una trinchera llena de arenas movedizas en las que flotaba y sentía muy a gusto. Porque, ciertamente, Higuita no era el rey de la escuadra y el cartabón sino el señor del caos.

Resulta obvio que Higuita era un hombre de sangre caliente. Cada uno de sus gestos y sonrisas delataban que era colombiano. Un oriundo de Medellín. Una ciudad que, en sus años de esplendor como portero, se encontraba bajo el yugo de Pablo Escobar. Alguien que había transformado el crimen y los secuestros en actos tan cotidianos como la compra del pan o el descanso de los domingos. Lo que probablemente contribuyera a que, a pesar de su origen y su tendencia al exceso e incluso a la caricatura de trazo grueso, el excéntrico portero se comportara con soltura inigualable en los momentos más tensos y cruciales de los partidos y a que relativizara con sabiduría popular tanto los triunfos como las derrotas. De hecho, Higuita era un portero de instantes. Jugaba al fútbol como si estuviera en un pub o un cabaret y era capaz de tornar trascendente lo inocuo y cotidiano.

Todo en su vida fue excesivo. No tanto, claro, como en la de Maradona pero casi. Por ejemplo, no fue portero por vocación sino por azar. De niño, Higuita era un delantero vertical y con mucho gol pero la lesión del guardameta de su escuela lo condujo debajo de los palos y su actuación fue tan memorable que nunca más volvió a ocupar otra posición. También fue un innovador de casualidad. Se aburría realizando las habituales funciones de los porteros. Le gustaba regatear, dar pases y tirar faltas. Ejercer de líbero y de central e incluso cuando se liaba la manta a la cabeza, llevaba a cabo profundas internadas en el campo contrario en las que corría la banda como un bandolero y reverdecía sus viejos tiempos como jugador.

Probablemente, su actitud hubiera pasado desapercibida para el gran público y no hubiera sido considerada más que de anecdótica de no haber participado en el Mundial 90 pero su sola presencia bastó para que la Fifa prohibiera que los porteros agarraran el balón con las manos tras una cesión de un compañero. Contribuyendo, por tanto, a abrir más el juego y herir de muerte al «catenaccio». Una medalla que Higuita no se colgó con mucho orgullo porque para él las premuras de la vida, el carnaval diario, y la guerra de guerrillas diaria de su país estaban muy por encima de los reconocimientos oficiales.

Si existe cierto consenso de que la obra maestra de Camarón es La leyenda del tiempo, también lo hay de que la de Higuita es su escorpión. Una parada que creo que, sin dudas, es la mejor de la historia de este deporte. Una locura que deja en ridículo por su mera existencia a cualquier trapecista o mago y estoy seguro de que ni el mismísimo García Márquez hubiera podido imaginarla. No obstante, la carrera deportiva de este anarquista del balón es un torrente tan grande de pasiones que existen unos cuantos acontecimientos casi tan trascendentes. Por ejemplo, su incandescente e inverosímil gol con la puntera de falta a River en las semifinales de la Libertadores del 95 o sus muchas e impresionantes paradas durante la tanda de penaltis de la final de la Libertadores del 89. Momentos históricos de un deporte que este torero con mallas se bebió, recorriendo los terrenos de juego si fuera el integrante de una guerrilla o perteneciera al narco y no supiera, por tanto, si su vida iba a acabar en un momento u otro o de si no realizar una actuación sobresaliente, podría seguir respirando.

En realidad, Higuita fue tan generoso, tan desprendido, tan loco, tan egoísta, tan genio, que un error cuyo recuerdo hubiera perseguido a otro portero durante toda su vida como el que tuvo contra Camerún en el Mundial del 90 y fue el detonante de la eliminación de su selección, tan sólo ha quedado como una anécdota en su vida. Un hecho puntual, consecuencia lógica de su instintiva manera de vivir y jugar. El precio a pagar por haber convertido la portería en un chiringuito de vallenato y cumbia donde, entre jugada y jugada, se servían todo tipo de coktails de gambas como testimonio de que ciertos jugadores o artistas no han de tener más deber y ocupación que la de ser felices. Shalam

إِنَّ الطُّيُورَ عَلَي أَشْكَالِهَا تَقَعُ

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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