Señalar que El príncipe valiente es una obra maestra resulta algo tan obvio que es mejor ahorrárselo. Al igual que la de Hugo Pratt o la de Winsor McCay, la obra de Harold Foster es absolutamente indiscutible. Posee un magnetismo sin igual.

El príncipe Valiente era un cómic (una página dominical para ser más exactos) con vocación de ilustración, de lienzo romántico, que conjugaba clasicismo y modernidad de manera sumamente grácil y armónica. Parte de su grandeza radicaba en que a todos estos rasgos sumaba su capacidad de revitalizar, aunar y ensamblar un sinfín de realidades históricas, creencias, cosmovisiones que el vertiginoso mundo moderno estaba progresivamente dejando de lado: los dioses fuertes, la magia, los mitos, la brujería. También, claro, la valentía y la fuerza.

Es factible, por supuesto, vislumbrar El príncipe Valiente como una respuesta frontal contra la técnica, el mundo industrial y la ciencia ficción. Una necesaria mirada al pasado en un mundo empeñado en autodestuirse.

Tengo la impresión de que Harold Foster (basta referirnos a su juvenil espíritu de navegante y a su trabajo como dibujante de Tarzán) era, en gran medida un nostálgico. Alguien que añoraba el mundo libre, salvaje del pasado pero, a su vez, apreciaba en gran medida los logros de la cultura clásica y moderna. Resulta obvio que estaba mucho más cerca de los pintores prerrafaelitas (e incluso de los artistas simbolistas) que de los minimalistas o de los abstractos (con los que no tenía nada que ver).

No sé si la comparación es adecuada. Probablemente no. Pero creo que, más allá del ciclo artúrico, Harold Foster, la mirada de Harold Foster, aunaba lo mejor de dos escritores tan abisales, sencillos y esquivos, como Saint-Exupéry y John Milton. Por un lado, el autor canadiense intentaba recuperar un paraíso, un tiempo perdido a través de las correrías de su héroe por un siglo V a mitad de camino de la historia y de la fábula. Y, por otro, el príncipe valiente, era un muchacho cuyo semblante y carácter recordaba (a lo lejos) a la de aquel principito perdido en un asteroide.

Dicho esto, Foster también era lógicamente hijo de su época. No era un escritor rígido sino que combinaba libre y sabiamente los tiempos. Jugaba con las referencias históricas, combinando ficción y realidad con los recursos de la fantasía y del perspectivismo utilizado en ciertas novela de la era ilustrada (como es el caso de Los viajes de Gulliver), logrando inundar de sombrío y evanescente romanticismo y de tintes góticos un cómic con ribetes de historia clásica.

Basta leer una viñeta, una sola tira, para comprender que aquella historia protagonizada por un príncipe vikingo empeñado en convertirse en caballero de la tabla redonda era una deliciosa maravillosa. Un perfume antiguo. Una fragancia con olor a petalos de rosas antiguas y avellanas que, por momentos, parecía una novela de terror y provocaba pánico. No más que hay que recordar las horribles, tremebundas escenas en las que la bruja le dice a Val su destino. Histriónicas, realmente escalofriantes.

La influencia de Foster es tal que resulta difícil no rastrearla en un sinfín de obras. Si en cuanto uno descubre a Jack Kirby, de repente, todos los dibujantes de superhéroes parecen dialogar con él ya sea para homenajearlo, amplificar sus logros, disolverlos u oponerse a ellos. Algo parecido sucede con Foster. Cualquier autor que aspire a cierto clasicismo ha de dialogar antes o después con él. Aquí en España, por ejemplo, Víctor Mora (tanto en la historia como en el dibujo) y Manuel Gago (sólo en la historia) crearon dos obras, El capitán Trueno y El guerrero del Antifaz, que encontraron un consistente asidero en El príncipe valiente para desarrollar sus propios presupuestos.

Dicho esto, creo que, como sugería Nabokov, es necesario fijarse en los detalles para comprender por qué El príncipe Valiente enganchó a tantos lectores y continúa provocando adicción.

Lo cierto es que las referencias, tan sólo las referencias, no convierten necesariamente a una obra artística en una obra viva. Tampoco únicamente el dibujo. Ha de haber necesariamente un ingrediente más (un poco de sal y pimienta) que, en este caso, creo que tenía que ver con ciertos matices blasfemos y toques de realismo que chocaban y complementaban el idealismo de la obra. En muchas ocasiones, Val se comportaba impulsivamente, no guardaba las formas, era impaciente, gastaba bromas de mal gusto. Era demasiado socarrón. Casi soez. Pero había más.

Creo que la última viñeta de la tira que dejo a continuación es un claro exponente de lo que deseo transmitir. Después de librar una tremenda batalla para liberar a Ilene de sus captores, Val le pide a su padre, Thane de Branwyn, su mano. Sin embargo, se lleva un chasco.  Hace un tiempo, otro monarca, el rey de Ord solicitó que su hijo (el príncipe Arn) se casara con Ilene y Thane le concedió su deseo.

Hasta aquí todo transcurre con cierta normalidad. El episodio recuerda al de múltiples historias caballerescas, dramas de amor trágico del Siglo de Oro y posteriores. Pero al final aparece el detalle que nos engancha. Viendo apesadumbrado a Val, Thane coloca su mano derecha (signo de autoridad) en un hombro de Val y le advierte que tal vez haya tenido suerte. Porque su hija se parece a su madre. Una gran mujer que, no obstante, es mandona, muy mandona.

Creo que en ese momento donde los lectores comprendemos que  todo puede ocurrir aquí. Y que detrás del cómic hay un autor que no sólo busca homenajear a las obras clásicas sino también crear algo nuevo. Una obra viva. Me atrevería a decir que son esos pequeños toques (las idas de olla, los sutiles y, a la vez, contundentes chascarrillos) los que terminaron de fascinar a los lectores. Los que han convertido a El príncipe Valiente en un obra en la que, más allá de la época y de la elegancia de las viñetas, cualquiera podía verse reconocido. Shalam

الخبراء، بحكم تعريفهم، هم خدم من هم في السلطة.

Los expertos son, por definición, los sirvientes de aquellos que están en el poder