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Thomas Hardy: La bienamada

Sep 5, 2013 | 0 Comentarios

He de confesar que me cuesta mucho realizar críticas literarias. Como realmente disfruto es haciendo novelas y ensayos y también corrigiendo textos y leyendo pero en muy pocos casos, ejerciendo de crítico. Realmente, me aturde comentar textos literarios diariamente. Muchas veces siento que existe una fuerza que me paraliza para la actividad crítica y me empuja a sumergirme en la actividad creativa. Algo que supongo habrán podido constatar los que sigan averíadepollos dado que cuando hablo sobre otras creaciones lo hago, generalmente, sobre discos, cómics o lienzos. Y no tanto sobre libros.

Tal vez, es cierto, esto denote cierta timidez por mi parte para hablar de un arte, el literario, que amo tan profundamente que prefiero no referirme al mismo. Aunque acaso la razón estribe en que teniendo en cuenta soy doctor en literatura, resulta comprensible que el blog lo utilice para relajarme y divertirme y no para hablar de libros como hago normalmente. Pues de ser así, podría saturarme. Ofuscarme.

De todas formas, de vez en cuando existen excepciones a esta regla. Y hoy quisiera introducir aquí una reseña que hice a una misteriosa y encantadora obra de Thomas Hardy llamada La bienamada que forma parte de un prólogo (más amplio) que la Editorial Veracruzana publicará en unos meses.

Ahí la dejo:

Thomas Hardy comienza a escribir la que, a la postre, sería su última novela, La bienamada: bosquejo de un temperamento, en el año de 1890. Aunque, por entonces, su título no era este sino La búsqueda de la bienamada que fue, en principio, un texto publicado en fascículos (desde el 1 de octubre al 17 de diciembre de 1892) con ilustraciones de Water Paget en el Illustrated London News, el cual aparecería simultáneamente con el mismo título en la revista americana Harper’s Bazar. No siendo hasta cinco años más tarde, en 1897, que se publicaría en formato libro con substanciales modificaciones respecto a la primera versión, con el nombre por el que es conocido actualmente, La bien amada: bosquejo de un temperamento.

Por entonces, Hardy acababa de finalizar dos de sus obras maestras, Tess D’Ubervilles y Jude el obscuro alcanzando el máximo dominio de su arte narrativo. Siendo, por tanto, esta novela una excelente puerta de entrada a su literatura en prosa. Sobre todo, por su brevedad. Porque aunque el estilo de Hardy siempre fue fluido, cuidado y muy matizado, también es cierto que su tendencia a  describir y explicar profusamente cada aspecto de sus narraciones, provocó que ciertos pasajes de algunas de sus obras más extensas, Lejos del mundanal ruido(1874), El retorno del nativo o Los habitantes del bosque (1887), carecieran de la agilidad necesaria.

Sin embargo, La Bienamada funciona como un reloj de precisión inglés. Es una novela en la que cada párrafo, diálogo o descripción se encuentra en el espacio adecuado sin alargarse innecesariamente, contribuyendo a la suavidad y levedad con la que se encuentra estructurada la narración en su conjunto. Además, la breve longitud del texto crea determinados espacios vacíos en el relato que aumentan su misterio y carácter simbólico, agrandando aún más las interrogantes de una historia fascinante en la que existe un sutil mestizaje entre la abstracción y la concreción no tan usual de encontrar. De hecho, uno de sus aspectos más atractivos es precisamente el sabio equilibrio que mantiene entre todo aquello que se nos dice y lo que se nos sugiere, expresándose de forma velada y sutil. De tal forma que la novela se puede narrar y comprender perfectamente sin que por ello consigamos darle un significado o interpretación precisas y consigue desarrollar, plantear un problema abstracto universal -la búsqueda del amor ideal- sin que el ritmo del relato se resienta o se utilicen trucos o artificios narrativos a los que, de alguna forma, la historia podría haberse prestado.

Es lógico, por otro lado, que dado que en la tercera y última parte de la novela, la edad, 60 años, de su protagonista es prácticamente la misma que la que tenía Hardy, 56, mientras la redactaba por segunda vez, se haya establecido algún tipo de comparación entre ambos. Y que se hayan buscado antecedentes a la historia novelada en la vida del escritor. En concreto, se ha dicho que con La bienamada, Hardy estaría intentando sublimar de algún modo una relación (más que probable) mantenida con una prima suya, Thryphena Sparks, entre 1867 y 1870, cuando esta trabajaba como aprendiz de profesora en la escuela de Puddletown. El romance no fructificó pero debió dejar un poso e impresión tan fuertes en él que la joven muchacha aparecería posteriormente en muchos de sus poemas y novelas. En cualquier caso, esto no nos dice ni aporta nada relevante sobre la obra en sí misma, -inspirada libremente en la historia de Pigmalión narrada por Ovidio en Las metamorfosis– que tiene entre otros muchos, el mérito de aproximarse con sensibilidad clásica y casi de puntillas a un tema que sería fundamental en la novela occidental del siglo XX: el artista como enemigo de la vida.

El argumento central del libro es el siguiente: un joven escultor, Jocelyn Pierston, cree estar sometido a una maldición que le obliga a perseguir la mujer ideal. Al volver a Horada, la isla de donde procede, piensa haberla hallado bajo los rasgos de Avice Caro. Sin embargo, la relación no fructifica por un capricho de su voluntad y la oposición familiar. Y, perseguido por su decisión así como por los designios insondables del destino, veinte años después se enamorará de la hija de Avice y dos décadas más tarde de su nieta con el mismo resultado: el fracaso.

Nos encontramos, por tanto, aquí con el famoso tema romántico: la imposibilidad del amor. Pero lo curioso del texto es que esta búsqueda abarca a tres generaciones de mujeres de una misma familia, la abuela, la hija y la nieta. Hecho que confiere un cierto aire fantasmagórico al relato que es conveniente perfilar adecuadamente. Tarea para la que nos son de mucha ayuda, algunas de las teorías de Jean-Luc Nancy. El filósofo francés sostiene en obras como Corpus que muchos de los problemas del hombre occidental proceden de haber perdido su relación con el sentido del tacto. Nuestras aproximaciones a los demás seres humanos dejaron de ser táctiles hace mucho tiempo. Únicamente utilizamos ya la vista. Tampoco el olfato o el oído. Lo que revela que hemos perdido el contacto con nuestra naturaleza profunda. Apenas somos ya almas y espíritus errantes difíciles de apresar y de ver como revela el hecho de la no utilización plena de estos sentidos que desemboca en una actitud de olvido, desapego, indiferencia u odio al cuerpo.

Si bien resulta difícil indicar con claridad cuándo comienza a gestarse nuestro alejamiento del tacto, desde luego, la época victoriana es un momento en que, debido al apogeo industrial, este proceso comienza a extremarse, acelerarse y normalizarse. Como demuestra el héroe de Hardy, Jocelyn Pierston, cuya profesión es la de escultor. Un hombre que se diría que ni palpa, ni roza ni toca piel humana. Únicamente tiene contacto con el mármol. De hecho, pareciera desear que su amada fuera una estatua en vez de real para así poder, como hiciera Pigmalión con la musa Galatea, tenerla congelada, hacerla suya sin tener que asumir las responsabilidades de estar en contacto con una persona que piensa, respira y siente por sí misma. Y es, en este sentido, que deviene un artista separado de la vida que no conoce y, sobre todo, tolera otro cuerpo diferente a la masa que esculpe.

Jocelyn entiende de representaciones e ideas pero no de verdades porque no acepta la muerte. Abismo ante el que le enfrenta la mujer carnal. En este caso, cualquiera de las componentes de las tres generaciones de la familia Caro de las que se enamora. Porque, en esencia, son para él fantasmas. Sombras de la realidad en la que se estaba convirtiendo la vida moderna para el hombre contemporáneo, parece decirnos Hardy. Quien, sin llegar a indagar totalmente en ella, preludia en este texto la decadencia de Occidente. El oscuro sueño en que el “homo occidentalis” convirtiera su búsqueda del ideal desde los tiempos en que Platón dictara sus discursos sobre las ideas y la república perfecta. Y, por tanto, anticipa el relato de carácter psicoanalítico que se convertirá en un vehículo importante a través del que muchos artistas penetrarán en el inconsciente de la época, mostrando al mundo cuál era el contenido real de los sueños de la razón, ilustrada o victoriana en este caso, representados aquí por el escultor Jocelyn Pierston. Un hombre que lógicamente tampoco acepta la vejez y el deterioro en nuestra piel que este hecho conlleva que modifica, asimismo, la manera en que nos relacionamos con las cosas por medio del tacto. Razón por la que muy inteligentemente Hardy lo denominará el joven Jocelyn en todas las etapas de su vida de las que deja constancia la narración. Incluso cuando tenga 60 años.

Creo que esto está claro en el texto de Hardy. Jocelyn Pierston no ansía vivir una relación amorosa. Desea construirla. Moldearla, según su idea de lo que una relación es o debería ser. Como hace con las estatuas en las que trabaja. Para él, el cortejo de una mujer, la forma en que los amantes se presentan el uno ante el otro se diría que es más importante que la relación en sí misma. Es más significativa la elección del perfume que el olor que este proporciona. Es más importante que las uñas estén cortadas con adecuada precisión y la piel de las manos bien perfilada que utilizarlas para tocar, acariciar el cuerpo del amante. En definitiva, un romance es para él una escultura, una obra de arte a través de la que vencer a la muerte e intentar conquistar la eternidad. En absoluto, una forma o un medio por el que contactar con la (otra) persona real o un canal a través del que satisfacer corporalmente al amante. En cierto sentido, porque Jocelyn es un producto de la época victoriana y la ideología cristiana occidental que impusieron una moral totalmente ajena -ya lo dijimos- al goce de los cuerpos. Porque, según Jean-Luc Nancy, llevaron al extremo el apotegma bíblico que indica que el ser humano se encuentra hecho a imagen y semejanza de Dios. Llegando a la conclusión de que si somos representaciones de la divinidad, dado el poder omnímodo de esta, no deberíamos rozarnos, manosearnos, untarnos con nuestros dedos para no contaminar nuestra pureza original. Lo que, si nos fijamos, imposibilita el amor al hacer que el ser humano rehuya de su sangre y sudor y únicamente se relacione táctilmente con objetos. En el caso de Jocelyn, con estatuas. Se nos dirá en un pasaje bastante significativo de La bienamada:

“La Diosa, que para todos era una abstracción, era para Pierston una personalidad completamente real. Había observado las imágenes marmóreas que de ella tenía en su taller, bajo todos los cambiantes de luz y sombra; en los fulgores matutinos, en las oscuraciones vespertinas, a a la luz de la luna y a la luz de la lámpara. Naturalmente, nadie conocía mejor que él la línea y las curvas de su cuerpo; y aunque no una creencia, era, según se ha dicho, una fórmula, una superstición, el que las tres Avicias estaban interpenetradas por la esencia de la Diosa”.

Jocelyn es, por tanto, un prototipo del héroe moderno. Uno de aquellos hombres serios, de carácter retraído, rictus contraído y mirada perdida en el horizonte que preanuncian lo que sería el hombre occidental en el siglo XX. Un ser que ha perdido la jovialidad, la viveza, la alegría por el existir que caracterizaba las épocas primeras de la humanidad y que, por tanto, se regodea, como dijimos anteriormente, buscando fantasmas, su propio espíritu perdido en el limbo. Como harán, más tarde, la mayor parte de personajes de la novela europea del siglo XX. Por lo que no sería muy descabellado contemplar a Jocelyn como un anticipo de Mersault, Stephen Dedalus o Ulrich, el personaje creado por Robert Musil: un hombre sin atributos, sometido a las ideas y las formas artísticas que solo encontrará una forma de liberarse de su esclavitud (auto)creada enfrentándose a la ley. Esto es; en el caso de Ulrich por medio de una relación incestuosa con su hermana y en el de Jocelyn, amando a tres mujeres de la misma familia (simulación de un incesto múltiple) en cuyo rostro cree observar un parecido con la madre natural e ideal de la humanidad de la que está enamorado y que, de existir la posibilidad de encontrarse con ella, con seguridad rechazaría. Porque la verdad de Jocelyn es esta: que rechaza el amor carnal. No desea comprometerse. Es, en realidad, un héroe evadido, ausente, como toda una sociedad, que proyecta en la mujer ideal su incapacidad para hacer frente a los desafíos de la vida, para imponerse con amor a la ley y no ser esclavo de ella y de sus pasiones como, de alguna forma, Sigmund Freud diagnosticaría con suma agudeza en El malestar en la cultura. Y evidencia claramente el que el mito de Pigmalión hubiera vuelto a tomar gran relevancia en aquel tiempo, tras la adaptación que de él realizara W.S. Gilbert en 1871 la cual influenciaría definitivamente la obra de teatro sobre el mito escrita por George Shaw décadas más tarde.

Bajo mi punto de vista, este es, sin dudas, uno de los mayores atractivos y méritos del texto: la capacidad que tiene de caracterizar un héroe moderno sin por ello eliminar uno solo de sus rasgos típicamente románticos. Pues, si nos fijamos, Hardy nunca nos dice más de lo necesario sobre Jocelyn. Provocando una sensación de familiaridad y extrañeza a través de la que va penetrando lo siniestro, lo impreciso, lo incierto en el texto. Sí. Se nos relatan determinados detalles del personaje como de las mujeres de las que se enamora pero, si nos fijamos bien, finalmente sabemos mucho menos sobre ellos de lo que creemos. Y no mucho más tras culminar la narración que al poco de empezarla. Conocemos, por ejemplo, de la obsesión de Jocelyn. Su forma de actuar a partir de ella. Y que vive subyugado por su pasión. Pero nunca llegamos a conclusiones válidas sobre las razones de la misma.

Parece necesario aclarar, empero, que si esta novela es una invitación a penetrar en la conciencia del hombre moderno, un bosquejo y no tanto una conclusión; es decir, si no termina de llevar esta exploración a sus últimos límites, no es tanto porque al escritor inglés le faltara talento u osadía sino porque, sabia e intuitivamente, consideraba que esta no era su lucha; que a él, como a otros escritores del cariz del austriaco Arthur Schnitzler, le correspondía anunciar y, en parte, posibilitar la llegada de la narración moderna. Lo que no significa que no pudiera diagramar bien la situación ante la que se enfrentarían los artistas del futuro como sucede en este texto. De hecho, esta es una de las lecturas que más enjundiosas me parecen de la novela. Que no sólo es recomendable por lo que presenta sino por lo que promete. Por todo aquello que preludia pero no termina de hilvanar porque no es su tarea hacerlo. Y que, en parte, podemos atisbar, imaginándonos esta narración en manos de un cineasta como Jean Cocteau o preguntándonos qué hubiera hecho con estos materiales Alfred Hitchcook en caso de haber decidido adaptarlos cinematográficamente; escogiendo para el papel de Jocelyn a James Stewart e, indistintamente, para el de las tres muchachas Caro a Kim Novak.

Comenzar por su novela final quizá no sea el mejor modo de iniciarse o introducirse en la literatura de un escritor. Pero, en este caso, como ya dijimos al principio, me parece que no es así. Al contrario. Sobre todo porque, de algún modo, al ser el testimonio de una promesa ya cumplida (la obra narrativa en su conjunto), es la mejor prueba para comprobar si la búsqueda emprendida muchos años atrás, tenía un vigor y consistencia reales. En este sentido, estoy convencido de que la obra no decepcionará. Al contrario, funcionará como un aperitivo ideal para penetrar en otros textos de Hardy. Un novelista con ojo de pintor impresionista cuya mirada era capaz de dotar de vitalidad un paisaje muerto, infundiéndole tanto aliento épico como un grácil y sutil encanto. Un escritor a medio caballo del clasicismo y el romanticismo que dominó como pocos el arte del diálogo, supo hacer un retrato veraz e íntegro de la mujer desconocido para gran parte de la sociedad de su tiempo y que, a pesar de su ateísmo y radical pesimismo, construyó una obra que, sin dudas, enaltece al hombre. Seguramente por la ciega y obsesiva pasión con que la escribió. Golpe a golpe. Y letra a letra. Dejando todo su alma y corazón en ella. Como cuenta Ovidio que Pigmalión esculpió su Galatea. Shalam

ربّ اغْفِر لي وحْدي

Los sueños del gato están poblados de sonrisas

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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