Experimento cierta nobleza y paz al referirme a la Edad Media. Estoy escribiendo, o más bien apuntalando, un pasaje de Ruido en el que el protagonista hace referencia a esa época y me siento enormemente tranquilo. Algo que no me sucede cuando aludo a obras y textos o películas del presente rabioso. Vi hace muy poco Spring breakers de Harmony Korine y Battle Royale de Kinji Fukasaku y aunque ambas me parecieron buenos experimentos, no han conseguido transmitirme la sensación de plenitud, serenidad y grandeza, que extraigo al observar, aunque sea por unos minutos, algunos de los frescos medievales de Ingmar Bergman. Dígase El séptimo sello o El manantial de la doncella. Tal vez porque, como subraya el escritor de El jardinero en esos pasajes de Ruido a los que acabo de hacer referencia: «existía entonces un mundo regido por un orden preciso que respondía a los designios de un Dios sagrado. Existía una convivencia equilibrada entre el ruido y la música que de tanto en tanto era destruida por una batalla que no era un drama sino una celebración, un ritual y matrimonio entre el cielo y el infierno al que se consagraban los combatientes de ambos mandos. El mal y el bien se confrontaban y se fusionaban y mezclaban. No se los negaba como ahora. Ni se los ignoraba. Era un mundo en el que las pasiones reinaban a su gusto pero controladas, regidas por mandamientos más altos. A veces era el tiempo de la música; los años de paz o los domingos en que el vulgo se introducía en las iglesias. Y otras, lo era del ruido; los años de las plagas, pestes y enfermedades y de las guerras. Pero existía un equilibrio supremo que daba sentido a la vida».
Esta mañana, por cierto, he descubierto el fresco en el que se inspiró Bergman para componer la famosa escena con que comienza El Séptimo sello. La partida de ajedrez entre el caballero y la muerte. Una pintura mural de Albertus Pictor situada en la pequeña iglesia de Täby, que me parece fascinante no tanto por la maestría con que fue ejecutada (que también) sino por el tema en sí mismo. Esa partida que es metáfora de la batalla que cada uno de nosotros libramos con el destino diariamente y que al final, tendrá un único y seguro ganador.
Desde luego, la obra sueca refleja muy bien la angustia existencial que se vivía al final de la Edad Media que luego, muy acertadamente, filmaría Bergman en medio de ese siglo XX convaleciente y falto de fe tras las guerras mundiales. No obstante, desde que vivo en México, mi visión sobre la muerte ha cambiado. Y en absoluto, entiendo que sea una experiencia traumática. Pero aún así, me es inevitable sentir cierto escalofrío al contemplar este apasionante retrato. Pues aunque el caballero le haya dado jaque mate decenas de veces o no le quede ficha alguna en el tablero, al final quien vencerá finalmente la partida será la muerte. Un hecho natural que, en el fondo, es una prueba muy clara de porqué los rebeldes y malditos son inocentes, y ha sido necesario gritar contra Dios tantas veces a lo largo de la historia. Esa partida en que para el hombre siempre sale cruz. Y en la que no puede ganar por más que truque los dados o se le ocurra, como un delirante, acabar con todos sus adversarios a sablazos. Shalam
كُنْ ذكورا إذا كُنْت كذوبا
¿Qué ve el ciego, aunque se le ponga una lámpara en la mano?
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