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Pelusa

Ene 14, 2021 | 2 Comentarios

Algún día tus hijos te preguntarán quién fue. Esa fue la contundente sentencia que leí bajo un hermoso afiche de Diego Armando Maradona que lucía esplendoroso en un kiosco callejero al poco de llegar a Buenos Aires. Una frase que define perfectamente la relación que tuvo el futbolista con su país. Para los argentinos, era un mito, una leyenda, más que un ser humano. Y por eso creo que algo se fracturaba en el espíritu de sus prosélitos cuando, ya maduro, lo vitoreaban en las canchas de fútbol o lo veían moverse, hablar, contar chistes, entrenar o tocar el balón en la televisión. Como si ese que hablaba fuera un fantasma que, antes o después, tendría que claudicar frente a la imagen del jugador irrepetible.

Sus insultos, desplantes, genialidades, chulerías y llantos estaban de más después de la enorme obra de teatro que firmó en México 86. Tras sus dos goles a los ingleses (ambos diferentes pero, cada uno a su manera, geniales y trascendentes) y su pase final a Burruchaga en la final, Diego era Dios. Nada ni nadie podría empañar lo hecho allí. No se lo discutía como no se discute a los santos. Desgraciadamente para los mitómanos, aún le quedaban muchos años de vida. Pero quienes rezaban semanalmente a su estampa, sabían perfectamente que sobraban. Con 25 años había alcanzado el cénit. El triunfo que justificaría su nacimiento y daría aliento a la nación durante décadas. En esas 4 semanas en México, Diego hizo más por los argentinos que veinte presidentes en cien años. Demasiado para un muchacho criado en un barrio lleno de miseria donde las páginas de los libros se utilizaban de papel de cuarto de baño o para envolver los escasos regalos de Navidad que sus habitantes podían permitirse.

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  Maradona había nacido para formar parte de un santoral, de un sagrado lienzo, junto a Evita y Carlos Gardel. Lo logró muy joven y nadie lo bajó de allí. Ni siquiera él mismo por más que hizo innumerables méritos para ello. No importaba. Cada error agigantaba más su figura, sus regates y sus grandes aciertos. Es lo que tienen los héroes populares. Que las derrotas los hacen más grandes y sus tropiezos más humanos y, en ningún caso, oscurecen su relieve. Al contrario, hacen que la gente los quiera más. Los sienta y perciba más cercanos. Una parte suya indestructible.

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Diego era nostalgia y contundencia. Tristeza y pasión. Todo en Diego remitía a su infancia. Al niño dando toques al balón con una pierna como si lo estuviera haciendo con la mano. A un muchacho destinado a la gloria que deseaba que se conociera el nombre de Argentina en el mundo entero, pero no se encontraba preparado ni anímica ni intelectualmente para soportar el envión de ser la persona más famosa del mundo. Aun así, su carisma era tanto que parecía capaz de sobreponerse a todo. Manejar cualquier circunstancia. ¡Falso! Sin una pelota y un estadio, Diego era una sombra. Puro anhelo de juego. Un niño castigado eternamente en el recreo. Un rey destronado. Alguien que transmitía impotencia. Casi pena. Y, sobre todo, mucha tristeza. Diego no se entiende sin el balón. Con el en sus botas, hacía magia. Parecía un artista de circo. A veces daba la impresión de que Dios había inventado el deporte rey para verlo jugar desde los cielos. Disfrutar de la mejor de las maneras su día de descanso eterno.

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A Diego siempre le dolió haber perdido la inocencia. Haberse drogado. Haber dejado de ser sólo un futbolista. Siempre lamentó no ser un héroe puro, pero de ahí a dejarse crucificar había un paso. En cuanto lo apuntaban con el dedo, se jactaba de sus errores. Se enorgullecía de sus fiestas. Pero si volviera a nacer, estoy seguro de que cambiaría ese aspecto de su biografía. Se dejaría las farras para la retirada. Porque si hoy en día existe discusión sobre quién fue el mejor futbolista de la historia fue porque del domingo a la noche al miércoles vivía como si no hubiera mañana. Como un rock star. Muy pocos de sus espectáculos futbolísticos de hecho fueron producto de su preparación. Casi todos fueron fruto de su talento. Cuando Diego estuvo limpio y centrado fue imparable. Era tan genial que parecía un abuso de la naturaleza.

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Maradona hizo del fútbol algo peligroso y salvaje. Llevó el rock a los terrenos de juego. Emir Kusturica ilustró con un himno de Sex Pistols sus tropelías por el césped. Me parece una banda sonora ideal porque había algo en su relación con el balón y el público que era absolutamente incontrolable y visceral. Cuando Diego se movía por el campo, se podían escuchar guitarras eléctricas a su paso. Lo que hacía, lo hacía con tal seguridad y desparpajo que parecía jugar a un juego distinto que el resto. Es más fácil compararlo con músicos del cariz de Jimi Hendrix o Keith Richards que con futbolistas como Rumenigge o Kempes. Por eso comprendo perfectamente su vida fuera de los terrenos. Muchos de sus compañeros eran deportistas. Otros eran futbolistas. Algunos eran estrellas. Pero sólo él era un artista. Alguien con el carisma suficiente para llenar una cancha y lograr, dijera lo que dijera, que todos estuvieran pendientes de él. Provocar odios y adhesiones inquebrantables. Con un balón Diego era como Freddie Mercury con el micrófono. Alzaba el brazo y no existía nada más. El tiempo se detenía y la pelota se convertía en un misil que repartía felicidad y locura por igual.

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Diego tenía algo especial. No era capaz de pasar inadvertido. Le he escuchado casi tantas frases memorables (dignas de aparecer en la antología del disparate, un tratado de filosofía callejera o una comedia de los hermanos Marx) como jugadas inolvidables realizó en su vida. Y eso es mucho. Diego era un showman. Lo ponías delante de un micrófono y daba tantos titulares que era casi imposible resumir lo que decía. Era muy contradictorio. A Nietzsche le hubiera gustado conocerlo. Era humilde y engreído hasta decir basta. Era tímido y osado. Poseía, sí, una inteligencia natural muy aguda. Pero también una confianza en sí mismo tan grande que no era capaz ni de detectar ni de poner freno a quienes intentaban aprovecharse de él.

Diego fue un verdugo para muchas personas. Un mal ejemplo. Y para otras fue una víctima. Un ángel caído sin cultura alguna que tuvo que soportar una presión que hubiera enviado a la mayoría de nosotros al psiquiatra en pocos días. No obstante, repito, nunca era banal. Siempre era trascendente. Sus declaraciones, incluso las más inocuas, siempre llevaban veneno dentro. Era más políticamente incorrecto que Lou Reed pero a veces tan ingenuo como un adolescente. Era insoportable y adorable. Un muchacho de esos de barrio que retrataba Pasolini con la capacidad de poder plantarse en limusina en el palacio papal tras fumarse un puro con Fidel Castro. Durante su última etapa en Boca, aparecía con un tractor cantando los clásicos himnos bosteros y caminaba por La Bombonera como si fuera un hincha más. Sus fiestas en Nápoles duraban días. ¡Una barbaridad!

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Durante un tiempo, a Diego todo le salía bien incluso haciendo oposiciones para que no fuera así. Los directivos del F.C. Barcelona lo despidieron como si fuera un don nadie. Hartos de sus desplantes, su protagonismo, su rebeldía. Maradona había transformado Cataluña en su rancho. La noche llevaba su nombre y muchas bolsas de cocaína la dirección de su chalet en la ciudad condal. Sus patadas de karateka barrial en la final de copa contra el Bilbao fueron el punto final a esa tensa relación. Ni Diego se entendía con Núñez ni la burguesía catalana con él. Así que, cuando lo despacharon con un lazo a Nápoles, pensaron que se habían quitado de encima un problema. Años después, tras la traumática derrota del club blagugrana frente al Stetatua en la final de Sevilla, la ópera mexicana de Diego y sus recitales en Nápoles, no sabían dónde meterse. De no ser por Cruyff, su error con Maradona no sería una lamentable anécdota. Sería un trauma en el que mirarse una y otra vez. Juan José, aquel defensa del Madrid con aire de Sandokan, seguro que no lamentó su partida a la península itálica. Se le recuerda más por el recorte que el astro le hizo en la línea de gol en el Bernabeu que por toda su notable trayectoria. Su lugar en la historia del fútbol fue servir de atrezzo a la obra de arte de Diego.

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El mejor Maradona fue el de México y el de Nápoles. El Mundial fue su Hamlet. Su ser o no ser. El todo o nada. Toda su vida y trayectoria futbolística se justifican por su maravillosa performance. Maradona llegó al país azteca como un futbolista y se fue como un mito. En Nápoles llegó como una genial promesa y se fue con su rostro grabado en cientos de paredes de casas y calles e iluminado por velas como si fuera un santo. De no ser por su carácter voluble y su orgullo, por haber eliminado a Italia con Argentina en el mundial del 90, nunca le hubieran dejado irse salvo al final de su carrera para jugar en Boca.

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Resulta difícil calibrar lo que Diego hizo en el sur de Italia. Todo lo que el pelusa hacía se sobredimensionaba. Sin embargo, durante un tiempo en el que no había televisión por cable ni internet, lo que hizo en Nápoles se minusvaloró. En cuanto se pudieron ver sus partidos completos, no hubo demasiado debate. Diego iba tan sobrado que más que un futbolista parecía un artista del circo. Nunca he visto tanta impotencia en Sacchi y su Milan como en aquellas tardes en las que Maradona mandaba a tomar por culo su zona con dos o tres pases y movimientos. Nunca he visto tanto talento en un campo de fútbol hasta el punto de decir basta. Sí. Yo también pienso que Messi es mejor que Maradona pero también que nadie ha sido mejor que el Maradona de México y Nápoles. O al menos nadie ha sido capaz de hacer que fútbol y arte se rozaran con tanta intensidad. En cuatro toques, en dos jugadas, con una falta transformaba los estadios en coliseos, canchas llenas de barro y baches en pistas de ballet, los partidos en lienzos de Picasso y sus goles en canciones de The Rolling Stones. Eso no se había visto nunca. Más que en la liga italiana, Maradona parecía jugar en la NBA o el patio de su casa. Jugar con las manos, los pies, la cabeza y la nariz. Hacer lo que le daba la gana.

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Diego se preparó a conciencia para el Mundial del 90. Pero sus tobillos estaban muy castigados. Le dieron por todas partes. Jugó un porrón de partidos infiltrado. Pesaba más que en el 86. No era el mejor Diego. Pero aún así, bastó ese Diego para llegar a la final.

Lo de México fue estratosférico. Hay una estrella en otra galaxia que lleva su nombre grabado. Pero lo de Italia fue épico. Argentina fue inferior a muchos de sus rivales. No era brillante. Parecía cansada. Aturdida. Pero tenía a Diego. Un Diego cuya sola presencia provocaba pánico y respeto. Yo admiro casi más lo que hizo en el 90 que en el 86. Argentina era un juguete de Brasil hasta que Diego hizo una jugada imborrable y le dio un pase milimétrico, al hueco, a Caniggia. Diego se arrastraba por los campos. No podía con su alma. Estaba lesionado. Roto. Pero no se rendía. Le echaba más cojones que nadie. Ahí fue cuando me di cuenta de quién era. Un líder. Un caudillo. Algo más que un artista del balón. Alguien que hubiera sido feliz de morir en el campo de fútbol. El Maradona de México era un 10. El de Italia un 6. Pero incluso con un 6 era el motor y el alma de su equipo y logró imprimir su sello en el Mundial. Los alemanes ganaron aquel torneo. Pero creo que se recuerdan más los llantos de Diego, sus insultos a la hinchada italiana cuando silbaban el himno argentino y su mítico pase a Caniggia que el triunfo germano. En realidad, la victoria del 86 fue tan grande, tan heroica y sagrada, que ninguna de las posteriores derrotas de la albiceleste con Alemania han provocado dolor alguno. Diego hizo lo justo en el momento ideal de la manera adecuada. Por segundos, pareció Dios. Lo de los alemanes son simplemente triunfos deportivos. Podrán ganar veinte veces más que lo del 86 no lo borran jamás. Johnny Thunders sólo hay uno.

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Hay tres días muy tristes en la vida deportiva del astro argentino. La final perdida con Alemania en el Mundial del 90, su expulsión por doping en el Mundial 94 y su retirada el 25 de octubre de 1997 en la Bombonera. Quienes no hayan visto las imágenes de su adiós se han perdido algo grande. Todo lo que estoy intentando explicar y creo que no termino de alcanzar a hacerlo se puede resumir en aquel día. Diego era fútbol puro. Arte total. Un santo. El día que se retiró, murió. Todo lo que vimos después es un drama. La tragedia de alguien que nació para ser futbolista y sólo podía ser feliz en el campo de fútbol. Un hombre inculto pero con una enorme personalidad al que le tocó ser el símbolo de un país que, acostumbrado a las frustraciones, lo encumbró tanto por lo que hizo como por cómo lo hizo. Su gol con la mano a los ingleses fue una patada en el culo de Margaret Thatcher y los militares que habían matado a cientos de argentinos en Malvinas. Su segundo gol una muestra de lo que es el tango, la cultura del potrero, la fantasía porteña, el carácter latino. La vida en definitiva. Eso tan difícil de definir y de exprimir que se llama vida, (driblar, respirar, sentir) y que Diego, al menos como futbolista, llevó a su máxima expresión. Shalam

الضحك هو المجد

La risa es gloria

2 Comentarios

  1. andresrosiquemoreno

    1º-2º-3ºimagen:…….se presta como modelo a la escultura clasica o neoclasica……
    4ºimagen:……salida del metro de la plaza de castilla (los juzgados)…..jajajjjj
    5º-6ºimagen:……seguimos con los modelo de escultura de 360º……..un apelotonamiento de musculos (miguel angel buonarotti)……….
    7ºimagen:……rodin…los burgueses de calais……la gran queja………
    8ºimagen:….oferente iberico……(escultura iberica)………….

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    • Mercader

      1,2,3) Escultura clásica griega pero de la última época. Imagino al escultor arqueando un poco su figura avistando el final del clasicismo. O bien lienzos pop colgados en un museo sobre la música rock 4) El planeta de los simios. ¡Un humano que habla! Todos a verlo. 5-6) Mucho más renacentistas, sí. 7) Jugar y hablar en el campo profesional como en la cancha. Diego estaba en un campo de tierra. No en un Mundial. 8) Maradona-Evita: Volveré y seré millones.

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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