Serguéi Paradjanov era un artesano. La inocencia hecha imagen. El simbolismo encarnado en el cine. Uno de esos escasos autores junto a Pier Paolo Pasolini capaz de hacer arte poético y conseguir dotar de substancia a la palabra poesía.
Tengo la impresión de que el cineasta armenio no hacía películas sino libros manuscritos. Oraciones colectivas. Alfombras. Botellas de vino cosechado en un terruño familiar. Trajes tradicionales. Cestas artesanales con sabor a su tierra natal. Porque su cine es realmente una eucaristía. Una invitación a la transubstación artística. Un canto de fraternidad espiritual preñado de rebeldía.
Tengo la impresión además de que, a pesar de su fuerte personalidad, a Paradjanov le gustaba desaparecer de sus películas. Se ponía una máscara y un disfraz para confundirse con sus personajes y formar parte del fluir de las historias. Y pienso también que es el director que con mayor sabiduría ha convertido la cámara cinematográfica en un objeto alquímico. Ha transformado la pantalla en un mundo único y particular lleno de resonancias simbólicas y ensoñación espiritual, haciendo de cada escena en un retablo. Un Belén. Un grabado en movimiento por medio del que las leyendas, sueños y poemas cobraban vida. Se encarnaban en cuerpos y personajes y objetos sin dejar de lado su animismo. Al contrario, lo resaltaban aún más, al igual que su dimensión sagrada.
Me ocurre con el cine de Paradjanov algo parecido a lo que me sucede al leer Las 1001 noches. Que mi mente se evade de la realidad y se conecta de manera instantánea e ingenua con lo allí narrado. Que mi corazón es iluminado por la cadencia de historias lejanas transcritas con tal sabiduría y lujo de detalles que casi consiguen convertirme en parte de ellas.
De hecho, me basta contemplar un plano de una de sus películas para sentirme arrullado. Abrazado por manos de ángeles que susurran secretos a mi oído y me llenan de alegría como la degustación de un tarro de miel. Seguramente, porque Paradjanov se encontraba muy unido a la tierra. No penetraba en los misterios de la vida a través del intelecto sino por medio del corazón. Con absoluta naturalidad.
Realmente, el cineasta armenio desprende amor. Se percibe que, más que con solemnidad y suntuosidad, cada una de las escenas de sus películas ha sido rodada con un intenso respeto y pasión por la cultura. Atravesando el tiempo para convertirse en la paloma mensajera, emisaria de la Buena Nueva del mundo de los hutsules, la etnia azerí, el pueblo armenio o el georgiano.
Los colores en su cine son, desde luego, maravillosos. Parecen extraídos de un refulgente bodegón barroco o haber sido destilados con pigmentos de frutas. Son una mezcla inusual entre el brillo rojizo de una iglesia bizantina, la fiereza de un tapiz persa y el crepuscular cielo de las estepas rusas. Esa sensación de marcialidad que transmiten las culturas del Este y los ecos eternamente juveniles de la cultura persa, iraní.
Ciertamente, Paradjanov parece encontrar una vía para disolver la angustia y esquizofrenia rusa, volviéndose a escuchar los ecos del Oriente en su cultura. Abrazándose a vestidos hilados con los tejidos adquiridos en la Ruta de la Seda. Y haciendo retratos de los seres humanos como parte del mundo natural y no separados de éste. Convirtiendo todos los acontecimientos de la vida -desde el amor a la guerra- en textos poéticos. Encarnaciones del espíritu humano que siempre aluden al cielo o al infierno o a los reflejos de la «otra vida» en esta.
Probablemente, Sayat Nova sea su obra maestra. El misticismo transformado en una intensa joya cinematográfica. Una semilla de incienso artístico llena de lienzos en movimiento que hablan un lenguaje arcano y arcaico. La muerte y la vida enlazadas, bailando danzas fúnebres y festivas en medio de paisajes simbólicos. El Medievo convertido en una cadencia. Y los fuegos de Bizancio iluminando los cielos. En definitiva, una película indescriptible para la que apenas se pueden usar palabras normales. Es necesario utilizar todo un arsenal de metáforas.
No obstante, La fortaleza de Suram y Ashik Kerib son otras dos maravillas. En ambas se siente la crueldad del poder. Se vislumbran órdenes que parecen espadas, armas pesadas y violentas catarsis y batallas. Pero también los designios proféticos de la adivinación, el sacrificio de los artistas y soldados y la ligereza, las rutas libres de los trovadores y enamorados en torno a un círculo artístico ritual que trasciende esa época hasta hacerse universal. Convirtiéndose en reflejo total del alma humana.
Y desde luego, Los corceles de fuego también merece mucho la pena. Pues es una oda panteísta al amor de dimensiones metafísicas que explora y trasciende la tragedia y el nihilismo. Convierte la desesperación propia de los personajes de Dostoievsky en una letanía. Visualizando las experiencias más cruentas como un diálogo directo del ser humano con dios y sus semejantes y las pruebas por la supervivencia en un conducto para la posible salvación del espíritu.
La existencia de Paradjanov no fue fácil. Varias veces fue encarcelado por no plegarse a los designios autoritarios de la política rusa y no convertir su arte en propaganda. Y justo cuando estaba disfrutando de un amplio reconocimiento internacional y se lo comenzaba a valorar como el amplio, enorme artista que fue, murió. Aunque, sin embargo, no hay quejas en su cine. No hay lamentos. Al contrario, a pesar de todas las dificultades que atravesó, incluido el exilio y la muerte de su primera mujer, asistimos a una celebración de la vida sin igual o, más bien, a una exploración del misterio vital sin precedentes y seguramente sin continuadores. Una mágica olla de porcelana en medio de la que se celebran unas nupcias angelicales. Una armadura convertida en un corazón dadivoso. Y el mundo transformado en una lágrima, un afluente de la sangre divina o un poema bíblico universal. El verdadero cordero de dios que quita los pecados del mundo. Shalam
Que se practique con vehemencia la verdad, y busquemos la transparencia transcendente.