Hace tiempo que estoy totalmente de acuerdo en que tanto Julian Cope como Alan Moore son magos. Durante muchos años, los consideré únicamente artistas. Yo escuchaba sus discos o leía sus cómics y sentía que me encontraba ante, como mucho, un par de visionarios pero, en ningún caso, frente a dos esotéricos ocultistas. Dos místicos familiarizados con las doctrinas de Thelema, la teosofía y los rituales arcanos. Sin embargo, actualmente, me basta con ver su rostro durante varios segundos para comprender instintivamente que ambos tienen el poder de abrir compuertas o que, de una manera u otra, han manejado energías espirituales profundas. No puedo explicar por qué pero lo siento. De hecho, percibo que estas experiencias han impregnado todo su arte hasta transformarlo en fuente de iluminación cósmica.
Moore, por ejemplo, es muy consciente de que la palabra es oráculo simbólico que crea realidades y en los cómics en los que trabaja, las imágenes son en gran medida reflejo y consecuencia del conocimiento arquetípico. Crea libros que son brebajes; bebidas alquímicas que esconden mensajes secretos que tal vez con los siglos sean interpretados en su correcta forma. Y, por otra parte, Julian Cope ha convertido sus discos en rituales. Partos chamánicos que exigen del oyente cierta implicación. Pues considera la música un canal que debe transformar las pétreas leyes del mundo real.
En cualquier caso, no hay más que echar un vistazo al aspecto de ambos para corroborar mis palabras. El aura de Alan Moore impresiona. Alrededor de su espalda vislumbro serpientes en movimiento. Reptiles que conectan las puertas celestes y las inferiores. Sus ojos, por ejemplo, echan fuego. Son los de un ser que ha cruzado el más allá durante unos instantes y ha caminado entre muertos. Ha oído deliciosos cantos de almas huidas mientras dormía y ha bebido el cáliz de la inmortalidad con su «otro yo» durante un viaje astral.
Alan Moore parece un druida. Una nueva encarnación de un viejo templario y caballero medieval. La mano derecha del sabio Merlín. Desde luego, no parece un tripulante de nuestra era. Se diría que habita nuestra época por casualidad. Porque su misión es transmitir un secreto oculto que tan sólo los iniciados pueden descifrar. Moore se encuentra más cerca de los antiguos teósofos que de un ciudadano del siglo XXI. Pero, no obstante, no lo imagino sorprendido al viajar por las autopistas sino más bien decepcionado. Consciente de que hay medios tradicionales de viajar más rápida y sigilosamente para comunicar el Mensaje y de que, en esencia, sólo aniquilando el yo conoceremos la Verdad. Entraremos en contacto con uno de esos tegumentos divinos de los que brota la vida.
Por otra parte, Julian Cope parece que vive eternamente colgado de un LSD. Que de tantos viajes espirituales y psicodélicos que ha realizado, hace tiempo que perdió la cabeza. Pero si se escucha con atención su música, inmediatamente se siente vibrar a los áspides que presencian y alumbran cada coito. La líbido emocional de la tierra y el campo. Y también es posible percibir el poder de las piedras y minerales. Del agua y el fuego.
Julian Cope -es cierto- no parece un mago sino un chalado. Pero creo que esto se debe a que es tanto mago como loco. A que es una de las más logradas encarnaciones carnales de la única carta sin número del Tarot de Marsella. Su sabiduría es visceral. No necesita de conjuros y palabras secretas para conectar dimensiones paralelas que se encuentran en contacto de manera natural en su cabeza y que puede hacernos vislumbrar -o al menos intuir- con tan sólo un guitarrazo.
Cope tiene aspecto de viejo guerrero. Un hombre al que poco más se le puede enseñar de tantos combates anímicos y astrales que ha experimentado. Le basta con comparecer ante la tribu para que todos sus integrantes sepan instintivamente lo importante que son las celebraciones cósmicas y que todo lo que ocurre en la tierra tiene su reflejo en los cielos. Shalam
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