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Lorca

Jul 17, 2017 | 0 Comentarios

García Lorca es uno de los escasos poetas españoles que me pone de buen humor. Tanto por su talento como porque tengo la sensación que no se tomaba demasiado en serio a sí mismo. Disfrutaba con cada uno de los textos que escribía como un niño que juega con una peonza o a las canicas. Se suele decir que Lorca tenía «duende» pero creo que lo que tenía era un «don». Un talento sobrenatural para convertir en literatura lo cotidiano: refranes, palabras sueltas, cánticos, cantares.

He leído poemas-río de Lorca llenos de palabras disímiles cuya combinación en otras manos habría resultado absolutamente incomprensible y sin embargo, en las suyas, provoca un efecto sinestésico encantador. Creo que porque ni en sus más atrevidas incursiones vanguardistas, perdió de vista al pueblo. En cierto modo, a pesar de su origen acomodado, siempre tuvo entre ceja y ceja la idea de ser un poeta popular en la más alta acepción de la palabra. De hecho, Lorca es sencillo. No fue un escritor rebuscado y complicado aunque fue un gran innovador y arrastró al límite al lenguaje en muchas ocasiones. Fue un escritor-caballo que soñaba con recorrer mundos, dormir cada noche a la luz de la luna y usar las estrellas de manta, tal y como lo hacían los gitanos. Un pueblo que dignificó y sublimó en algunos de sus más recordados escritos. Textos que eran parecidos a alas de pájaro en los que, como en ningún otro poeta que yo recuerde, se podían percibir los olores de su amada tierra andaluza y casi que beber a sorbos el agua contenida en su ríos.

Lorca era un genio y un burgués pero estaba enamorado de la vida: de las palomas, las manos de los agricultores, las faldas amarillas de las niñas, los frutos de la tierra, el aceite y los dedos toscos de los recolectores. Y esa pasión lo convirtió en un escritor universal. Un escritor flexible que lo mismo se divertía con Luis Buñuel haciendo un chascarrillo sobre un poema de Apollinaire, se perdía cual galápago por las más elegantes capitales del mundo que se paseaba por los pueblos olvidados de España, llevando a cabo una labor pedagógica que no restaba altura a su obra. Al contrario, además de dignificarla, la hacía comprensible e inteligible. La volvía cercana para el común de los mortales.

Lorca era un niño con pantalones cortos. Un traje sin arrugas y una camisa blanca de domingo. Una sonrisa bien marcada y una carcajada rejuvenecedora. Era un hombre «inocente» e «imaginativo» que parecía que tenía siempre un dulce en sus manos. Tengo la impresión de que en su espíritu todos los días era fiesta y de que era surrealista por vocación, casi desde su nacimiento, y no por una decisión consciente o intelectual. Porque Lorca no era un hombre de cenáculos ni de lugares cerrados. Era un hombre de huertos y frutas, de regadíos, puentes y llanuras aradas por hombres latinos durante siglos. Era un hombre de cortijos y de ferias, amante de los jardines y las plazas. La sensación de familiaridad. Razón por la que su espíritu se quebró cuando viajó en barco hacia el continente americano junto a Fernando de los Ríos y se dio de bruces con Nueva York. Una sobrecogedora experiencia de la que surgió cese impresionante, vertiginoso grito contra el mundo moderno que es Poeta en Nueva York. Un fracturado enjambre de intensos textos expresionistas más parecidos a bombas y aullidos que a poemas. Un precipicio literario lleno de versos trasnochados y escalofriantes de una magnitud inigualable que continúa asombrando por su sinceridad y calidad. Un texto apocalíptico que puede ser leído como un preludio del futuro que aguardaba a la humanidad en el que Lorca se retrataba a sí mismo como si fuera un pastor en medio de una central nuclear. Sobrepasado totalmente por las sombras de un progreso parecido a un cuervo gigantesco cuyas alas se desdoblaban peligrosas sobre su alma y el mundo en general. Un fastuoso cancionero, en definitiva, que lo inmortalizó para siempre y puso su figura de artista al nivel de los más gigantescos compositores de pesadillas del Occidente moderno. En una especie de limbo perdido entre Edvard Munch, El Bosco y los retorcidos pintores del expresionismo alemán. Aunque Lorca era capaz de cambiar de registro con mucha más facilidad que los artistas citados. Era más versátil. De hecho, esta es una de las fascinantes características de su personalidad y su obra: que parece estar siempre en movimiento. Encontrarse «viva» y «abierta». Fresca. Como si hubiera sido escrita hace unas pocas semanas. Es plástica y resulta difícil ya no encasillarla sino clasificarla. Porque, al fin y al cabo, Lorca es un misterio. El espíritu del arte encarnado en un personaje que cuanto más se lo conoce, más enigmático resulta y que, a pesar de tener una fascinante personalidad logró construir piezas de arte que doblegaron a su propio «ego».

Lorca nació en 1898. Casi un signo de que con él moría la España de los lamentos y el fracaso, las decepciones y el pesimismo sepulcral. Que con él y su generación se abrían nuevas puertas para España que, lamentablemente, su trágico asesinato se encargó de clausurar prematuramente. Una tragedia sin igual porque Lorca era uno de esos escasos hombres a los que no les viene grandes el calificativo de poeta. A quienes no suena ridículo denominar artista. Tal vez por su extremada originalidad. De hecho, cuando leo a Lorca no siento a Cervantes, no escucho a Góngora ni a Quevedo ni tampoco a Garcilaso y mucho menos a Larra.  No siento a los inmortales escritores hispanos que lo precedieron. Oigo básicamente al pueblo y a sus contemporáneos. Algo que tal vez explique su grandeza. Pues Lorca no se apoya en sus mayores para construir. Más bien, husmea en el presente y se pasea por la tradición «oral» y «escrita» del pueblo hispano, pero no necesita de nombres para validarse a sí mismo. Le basta «el pueblo». Ese concepto tan vasto que consiguió enaltecer en textos literarios que parecía que más que de palabras estaban compuestos de sol, tierra y aire ensangrentado. Cabellos de niña y ojos de apuestos jóvenes andaluces. Shalam

إِنَّ الطُّيُورَ عَلَي أَشْكَالِهَا تَقَعُ

Los aburridos nos privan de la soledad sin ofrecernos compañía

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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