Durante este verano he disfrutado de muchas películas. Algunas me han dejado buen sabor de boca y otras, malo. Ha sido para mí, desde luego, -dado que no esperaba nada- una sorpresa contemplar el nuevo Superman de Zack Snyder. Casi dos horas y media de metraje que ofrecen una interesante visión del personaje de la D.C. durante las que conseguí abstraerme de todo. Me ha resultado fascinante visionar al fin un clásico del cine italiano como El demonio de Brunello Rondi. Una pérdida de tiempo absoluta, la nueva entrega de Star Trek de J.J. Abrams. Holy Motors (o cómo conseguir que el cine se convierta en un espacio performático) al igual quecasi todas las películas de Léos Carax, merecería un avería aparte pero no lo haré hasta que no pasen los años y se pueda hablar del film con un mínimo de tranquilidad y distancia. Celebro la existencia de Antiviral de Brandon Cronenberg o de Berberian Sound Studio de Peter Strickland sobre todo porque ambas obras anuncian que si los dos jóvenes directores son capaces de crecer más allá de la sombra de sus referentes (David Cronenberg y David Lynch), pueden hacernos gozar de grandes momentos en el futuro como, en parte, ya lo han hecho con estas dos interesantes creaciones. Y por otro lado, debo confesar que la película dirigida por el cineasta chino Lu Chuan, Ciudad de vida y muerte, sobre la matanza realizada durante la Segunda Guerra Mundial por las tropas japonesas en Nanking (China) me ha parecido muy buena, pero me ha dejado traumatizado ante lo allí contemplado.
En cualquier caso, si escribo hoy es porque me gustaría hacer referencia aunque sea brevemente a una película dirigida por Manuel Martín Cuenca, La mitad de Óscar, que posee una de las escenas más conseguidas que he visto en los últimos tiempos.
Me refiero a aquella que se lleva a cabo en un taxi entre las calles de una Almería cuyos paisajes desiertos y oscuros se simbiotizan con el alma rasgada y desquiciada del personaje principal de la película, Óscar. No sé si debería describirla dado que tal vez alguien se sienta atraído por esta película y decida verla. Pero al menos me gustaría dejar constancia de que captó toda mi atención durante los minutos que duró y me devolvió la fe en el cine. En ella, un típico y dicharachero taxista andaluz (excelentemente interpretado por Antonio de la Torre) cuenta alegremente su vida a un hombre, Óscar, silencioso y reconcentrado en sí mismo al que nada podría interesarle menos que esa charla sin ton ni son. En un momento dado, Óscar le responde cortante y bruscamente al taxista y éste toma conciencia del escaso interés que sus discursos despiertan en su pasajero. Lo que genera un tira y afloja entre ambos tan reconfortante como estimulante. Una abrupta discusión sobre el pago del dinero o el lugar donde el taxi debe detenerse cuya tensión traspasa la pantalla de lo real que parece.
La mitad de Óscar es una película bastante interesante. Y, desde luego, tal vez por mi estado de ánimo al verla, empaticé con sus constantes tiempos muertos. Aunque probablemente si no fuera por la fabulosa escena a la que acabo de hacer referencia, no hablaría hoy aquí de ella. Más que nada porque al contemplarla, reviví algunos de las razones por las que me enamoré del séptimo arte en su momento. Esto es; por su capacidad de retratar un pedazo de vida casi sin proponérselo, ejerciendo así de resumen, testigo y espejo de nuestra existencia. Shalam
الصبْر مِفْتاح الفرج
Sólo se tiran piedras contra el árbol que da frutos
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