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Nov 28, 2017 | 0 Comentarios

Pocos cánticos de la hinchada bostera eran tan certeros y premonitorios como el que le dedicaba cada domingo a uno de sus titanes favoritos: «Aplaudan, aplaudan, no dejen de aplaudir los goles de Palermo que ya van a venir». Porque Martín Palermo es, a día de hoy, el máximo anotador de la historia de Boca. Y ninguno de sus seguidores ha conseguido olvidar la egregia figura de este optimista del gol -así lo denominó Carlos Bianchi-. Un rematador que no destacaba ni por su habilidad ni por sus cualidades técnicas pero que tenía una relación instintiva, casi asesina, con el instante álgido del fútbol. Sabía colocarse perfectamente en el área, ocupar los espacios y tenía una cabeza que parecía un martillo.

Palermo era el típico 9. Un roble. Un tronco alto y robusto que caminaba por el área chica con una soltura sobrehumana. Un delantero centro de toda la vida. De esos cuya silueta podía haber aparecido en cualquier documental en blanco y negro sobre balompié antiguo. Apenas intervenía en el juego, a los defensas casi no les molestaba y por momentos, parecía en fuera de juego pero si tocaba cuatro balones, uno era gol seguro y otro medio gol. Seguramente, porque a su concentración y profesionalidad, unía la pasión por este deporte. De hecho, sentía cada partido en el estómago y por momentos, viéndolo gesticular tras una jugada importante, parecía un hincha más aunque tenía la capacidad de aparentar calma. De pensar con frialdad y afrontar con desparpajo total, situaciones que a muchos jugadores más técnicos y posiblemente, con mayores recursos que él, atemorizaban o les sobrepasaban.

Palermo, desde luego, nunca se rendía. Algo que había aprendido de su padre. Un trabajador y sindicalista que había resistido todo tipo de presiones gubernamentales para privatizar su empresa por parte del gobierno. Y había, por tanto, sembrado en él la semilla de la lucha y el tesón. Las características esenciales del alma bostera. De hecho, metió muchos goles inverosímiles no tanto por su talento sino por cabezonería, insistencia y terquedad. Porque se había empeñado en hacerlo. En su cabeza había previamente visualizado el logro y no estaba dispuesto a que nadie le robara el orgasmo de traspasar las redes de la portería contraria. Ese caramelo que nunca se cansó de masticar. Una actitud que pronto, lo convirtió en uno de los indiscutibles talentos, líderes del mítico conjunto formado por Bianchi y además, lo hizo imprescindible en cualquiera de las restantes formaciones de Boca en las que participó.

Palermo era un hombre centrado y reservado fuera de la cancha. Un tanto tímido y poco dado a las declaraciones ostentosas. Era un líder tranquilo del que apenas se pueden contar anécdotas de su vida privada. Siempre fue hermético respecto a ella y la cuidó bien. Pero en las canchas estaba completamente loco. Era un jugador espontáneo y fresco que podía levantar por sí solo a la hinchada y ponerse en contra con suma facilidad a la tribuna visitante.

Su amor por el fútbol era inmenso, muchas de sus celebraciones eran festivas e hilarantes -puro rock circense- y se intuía que podía llegar a dejarse las piernas para contribuir a una victoria de su equipo. Ocurre además que parecía estar predestinado. Haber caído en una pócima mágica en su infancia y por ello, su vida futbolística está llena de anécdotas que podrían llenar varios capítulos de una novela. De hecho, si no supiera que Palermo existió, creería que algunos de los sucesos que le tocó vivir en los campos de fútbol han sido inventados por uno de esos locutores argentinos necesitados constantemente de sudor y épica en su vida cotidiana. Ya de juvenil, en su etapa con Estudiantes, se le recuerda como protagonista de memorables hazañas. Uno de sus goles en el último minuto, le sirvió para ganar posteriormente, por penaltis, al eterno rival -Gimnasia- una final juvenil. Pero sus primeros e intensos fogonazos futbolísticos tan sólo fueron un aviso de lo que vendría después.

Obviamente, para la posteridad quedaran sus dos sensacionales goles al Madrid en una memorable copa Intercontinental. Su visceral entendimiento en el área con Guillermo Barros Schelotto. Una rotunda chilena con la que marcó un gol a Banfield, alguna bomba que tiró del centro de campo y atravesó las redes de la portería contraria,  decenas de cabezazos precisos, contundentes e imparables con sello de Killer o el penalti marcado con las dos piernas contra Platense que generó una intensa polémica internacional. Pero pocos momentos definen lo que fue Palermo como el gol que le marcó a River en la Libertadores 99. Días antes, Américo Gallego -el entrenador en aquellos momentos del conjunto de Núñez- se había reído con la posibilidad de que Palermo les marcara un gol puesto que volvía de una lesión de cinco meses. Pero Bianchi confió en él, lo mandó salir al campo en los minutos finales del segundo tiempo y el primer balón que tocó, sirvió para sentenciar una de las eliminatorias más duras que se recuerdan entre los dos equipos estrella del fútbol argentino. Lo que siguió después fue uno de esos delirios más propios de un film de Hollywood que de la vida real. Palermo lloraba abrazado por sus compañeros y el público en uno de esos salvajes, inverosímiles festejos que han hecho del fútbol argentino un territorio mítico. Un aleph que convierte cualquier leyenda urbana en realidad y las exageraciones en reducciones de la verdad.

Naturalmente, no todo fue color de rosa en la carrera de Palermo. Hubo momentos muy duros. En el transcurso de una noche aciaga, falló tres penaltis con la selección argentina. Sufrió una terrible lesión en Villarreal -se le cayó una valla encima mientras festejaba alborozado un gol- que casi acaba prematuramente con su carrera y en parte, no le permitió cuajar como futbolista en el fútbol español. Y, durante sus últimas temporadas en Boca, Juan Román Riquelme, el mayor ídolo de la hinchada, le echó un pulso anímico y psicológico que hubiera destrozado a la mayoría de gladiadores bosteros. Pero la confianza que tenía en sí mismo le bastó para convertir todos esos sucesos en anécdotas y ser recordado como un explosivo delantero. Un monstruo de felicidad. Uno de esos escasos jugadores que convertían la cancha en un carnaval puesto que jugaba con la ilusión de los aficionados. Como si nunca hubiera dejado de ser un adolescente. Un amateur, eso sí, con la sabiduría de un veterano. Absolutamente enamorado de una hinchada que siempre se sintió orgullosa de verlo ocupar el lugar del 9 en la cancha. Observarlo caminar tranquilo y seguro de sí mismo. Ansioso por marcar esos goles que transformaban la Bombonera en circo y los domingos en un orgía de colores azul y oro. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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