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Ene 28, 2019 | 0 Comentarios

Desde los 20 hasta los 30 años, siempre cité a Jorge Luis borges como mi escritor favorito. Aunque esta consideración cambió con el paso del tiempo y conforme experimentaba diferentes avatares de la existencia. Tal vez porque el miniaturista porteño no era exactamente un ser vivo. Una persona que sudara, amara y tuviera celos o impulsos sexuales desatados. No era tanto un ser humano como una biblioteca. Un diccionario y un vocabulario lleno de palabras en constante movimiento. Y llegados a un punto, uno le pide y casi que le exige a la literatura que sea más que literatura. Que sea depresión, júbilo y neurosis y no sólo ideas y palabras. Algo que la obra del creador bonaerense evita con ciega obstinación.

Borges era una enciclopedia. Más un dios que un escritor normal. De hecho, era un creador de nomenclaturas con tal grado de agudeza que parecía inventarse o patentar palabras conocidas desde hace siglos. Por ejemplo, ni infinito ni espejo ni bifurcación ni tigre suenan igual desde que las hiciera aparecer en sus relatos y poemas. Desde que él las utilizó, infinito, tigre, espejo y bifurcación son palabras borgeanas y probablemente también laberinto o minotauro. Nombres comunes que remiten a su obra con tanta intensidad que cuando los leo en los libros de otros autores, no puedo evitar pensar que están citándolo incluso aunque los textos pertenezcan a siglos anteriores a la aparición del genio argentino.

Jorge Luis Borges era el Maradona de la literatura. Su escritura era platónica. Siempre creaba el cuento perfecto. El relato que dios hubiera imaginado. Ese utópico y soñado que se encuentra en el mundo de las ideas. De hecho, su lenguaje no era preciso sino matemático. Me bastó leer uno de sus cuentos para mantenerme sin escribir durante casi dos años y guardar respeto y culto eternos a su figura. Al fin y al cabo, Borges es el absoluto literario. Sus cuentos no emocionan tanto por lo que cuenta como por la destreza con la que se encuentran compuestos. Motivo por el que muchos autores no han sabido cómo proseguir urdiendo historias después de leerlo y otros han padecido fiebres convulsas que les han abocado a escribir sin descanso como si fueran cualquiera de los ralos y exéntricos personajes de sus textos.

En realidad, Borges es uno de los más grandes escritores de literatura fantástica de la historia. Y también uno de los más irónicos y crueles. Pero su estilo es tan milimétrico que al menos yo no me di cuenta de ello hasta la cuarta o quinta relectura de sus relatos. Pues la condensación lingüística que en ellos hay era tan abrumadora, de tal magnitud que, en cierto modo, lograba que la historia pasara a segundo plano y el lenguaje al primero hasta convertirse en el gran protagonista de una obra inagotable y llena de sorpresas, citas y hermosas referencias para los lectores avezados.

Borges es, sin dudas, uno de los mayores responsables de haber convertido la existencia para ciertas personas en literatura. Todo en él acaba en el libro. Un reloj, una cadena de oro, una pistola o un cuchillo no son tanto objetos de la vida cotidiana en sus textos como palabras y símbolos. Y en muchos casos, remiten a relojes, cadenas de oro, pistolas y cuchillos utilizados por otros personajes de la literatura universal.

Borges, desde luego, no es visceral. Es quirúrgico, cerebral y racional hasta el paroxismo. No escribía con las entrañas sino con la mente. Sus orgasmos eran metáforas. Nacían del encuentro y colisión perfectas entre un adjetivo y un sustantivo en medio de la espesa red lingüística tejida en sus relatos. Y era tan culto y tan leído que parecía que los grandes escritores de las más diversas culturas no eran tanto referencias para él como amigos íntimos. De hecho, cuando los citaba, los prologaba o hablaba de ellos en una entrevista, lo hacía como si se estuviera refiriendo a compañeros de clase. Como si acabara de tomar café con ellos y se hubieran contado mutuamente todo tipo de confesiones y secretos. Homero, por ejemplo, para Borges no es tanto un autor mítico, una referencia incontestable, como el guardián de su biblioteca. Un conocido en el que apoyarse para narrar sus historias al que a menudo cita con agrado. Como si estuviera frente a él y le consultara su parecer sobre el rumbo de la historia o el poema. Algo que también ocurre con escritores del cariz de Nietzsche, Joseph Conrad, Chesterton, Rudyard Kipling o Kafka. Creadores de los que desveló trucos literarios y sobre los que emitió opiniones tan precisas y exactas como juguetonas. Lúcidos y exactos resúmenes de toda una obra condensados en tres o cuatro frases.

Ciertamente, ninguna antología literaria se encuentra completa sin un relato de Borges. Sin dudas, ha compuesto algunos de los más asombrosos cuentos que se han escrito jamás pero con el tiempo, -leídos todos ellos en tantas ocasiones- lo que más me interesa es su personalidad. El estoicismo con el que fue capaz de sobrevivir al escarnio del régimen peronista y a su ceguera o esa niñez en la que no separaba los ojos por un solo instante de los libros y cayó fascinado por la egregia figura militar de su abuelo militar, Francisco Borges Lafinur. Porque, en resumidas cuentas, su carácter era tan fascinante como sus creaciones. El escritor porteño fue, sí, un hombre misterioso. Alguien que a través de los libros se forjó una identidad y no al revés. Y gracias a ellos, a las sabias experiencias y aprendizajes de todo tipo de vidas y sucesos allí leídos, atravesó un cúmulo de difíciles situaciones con una sonrisa en los labios. Sabedor de que la eternidad siempre se impone a la mezquindad y al oprobio. Borra todo aquello que no es excelso e inmortal. Shalam

رَأْيُ الشَّيْخِ أَحَبُّ إِلَيْنَا مِنْ جَلَدِ الشَّابِ

Más querido que la firmeza del joven, es el consejo del anciano

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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