Llevo leyendo los Diarios de Alejandra Pizarnik varios meses. Cada semana consulto unas cuantas entradas y continúo mi vida. Más que nada porque es un libro muy intenso y no deseo que se termine. Me gustaría seguir adentrándome en las plegarias de la escritora argentina el resto de mi vida. Ya que sus confesiones íntimas aúnan verdad y poesía. Son más literatura que la mayoría de libros a los que se les pone este calificativo. Y se encuentran plagadas de hallazgos estilísticos y de pasajes memorables como el que dejo a continuación: «Ahora que no estás me atrae la caída, la mierda, lo abyecto, lo denigrante. Salgo a la calle y siento la suciedad, la ruina. Entro en los bares más siniestros y tomo un vino como sangre coagulada, como menstruación, y me rodean brujas negras, perros sarnosos, viejos mutilados y jóvenes putos de ambos sexos. Yo bebo y me miro en el espejo lleno de mierda de moscas. Después no me veo más. Después hablo en no sé cuál idioma. Hablo con estos desechos que no me echan, ellos me aceptan, me incorporan, me reconocen. Recito poemas. Discuto cuestiones inverosímiles. Acaricio a los perros y me chupo las manos. Sonrío a los mutilados. Me dejo tocar, palpar, manos en mi cuerpo adolescente que tanto te gustaba por ser ceñido y firme y suave».
Pizarnik murió sin escribir esa novela que tanto añoraba haber creado. Vivió torturada por su peso, su aspecto físico, su conflictiva relación con sus padres y no poseer la constancia de los prosistas. Sin embargo, sus Diarios la contradicen. Porque, en cierto modo, son pura prosa. Prosa, sí, poética de tal magnitud que finalmente, fue capaz de transformar un recuento de vivencias y lecturas en una de las más descarnadas novelas que jamás se han escrito. Un frenético torbellino literario que dialoga desde el otro lado del espejo con sus poemas. Con sus destructivos versos. Shalam
تأتي الحكمة إلينا عندما لا تأتي الحكمة إلينا عندما لا
La sabiduría nos llega cuando no nos sirve de nada
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