He vivido algunos de los últimos días consagrado a Franz Kafka. No es mucho teniendo en cuenta que para ser justo con el escritor checo, tendría que dedicarle unos cuantos meses, pero sí que ha sido suficiente para volver a caer fascinado por su escritura. Una escritura extremadamente sencilla y simple, sin alardes retóricos, que no deja de seducirme por la facilidad con la que abre huecos, secretos horizontes y borra historias y huellas. La agilidad con la que se dirige a su desaparición, su obsesión por la extinción y los enigmas, los huecos en blanco entre las palabras y su fascinación por el paisaje que se encuentra más allá de la ley y el abismo. Los vértices que abre y cierra retratando a un ser humano extinto.
A decir verdad, ante la absorbente mezcla de crueldad y cordialidad de algunos de sus textos y la necesidad de encontrar explicación a ellos, he imaginado una historia en la que Franz Kafka es un guardia nazi que, a diferencia de sus compañeros, no tiene puesto el traje por orgullo, heroísmo o complacencia. Se encuentra del otro lado por supervivencia. Porque no ha tenido otra opción. Pero no está en absoluto de acuerdo con el comportamiento y política de las tropas en las que se encuentra alistado más por mero capricho del azar, haber nacido en un momento determinado en un país, que por gusto o afinidad. De hecho, él empatiza con las penalidades experimentadas por aquellos que se encuentran presos en los campos de concentración, aunque no puede manifestarlo con palabras. Su rostro, a diferencia del de otros soldados, se torna mustio y palidece cuando contempla las torturas y hay quienes dicen haberlo visto ahogar un grito de espanto mientras varios de los soldados realizaban las habituales cremaciones. De tal forma que, cuando en un momento de distracción de sus compañeros, el militar Kafka les entrega a los prisioneros un sobre secreto, muchos piensan que allí puede estar cifrada su salvación. Ciertas instrucciones para poder escapar a ese infierno. Aunque, tras abrirlo y leer el contenido del minúsculo papel, se sorprenden al comprobar que se encuentra escrito en un idioma inexistente e imposible que por tanto, nadie podría traducir. Un hecho que les hace entender, ahora sí, que se encuentran condenados. Por más que, por algún motivo inexplicable, todos sean conscientes, tengan la absoluta, total certeza de que si pudieran comprender aquel mensaje, estarían salvados.
No sé si la metáfora es exacta. Pero creo que esta breve historia sirve para entender lo que para mí es la literatura de Kafka. Un lenguaje cifrado que no alcanzo a terminar de comprender en el cual me sumerjo de tanto en tanto para encontrar respuesta a enigmas y no hallo sino más y más misterios. Algo que, en cierto modo, me hace olvidarme de querer resolverlos y me obliga a arrojarme hacia ellos aunque pudiera ser que al adoptar esta actitud, estuviera condenándome para siempre. Si bien cierta lucidez que nace en mí al sentir el filo de la cuchilla, acaso anuncie una posible salvación cuya posibilidad se difumina entre las sombras a medida que muero. Conforme acaricio la mano húmeda del arte de kafka y su tacto se torna más seco. Agrio como el de una calavera. Shalam
كُنْ ذكورا إذا كُنْت كذوبا
Jamás busques la respuesta en los lugares que no existen
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