Uno de los lienzos que más me gusta sobre el infierno pertenece al holandés Dirk Bouts. No creo que únicamente a mí. Puesto que percibo su influjo en obras tan dispares como Flash Gordon o Planeta salvaje. De hecho, estoy convencido de que debió gustar a muchos de los artistas surrealistas y que tanto Roland Topor como Salvador Dali lo observaron con avidez curiosa en más de una ocasión. Y creo asimismo que a Georges Bataille no le hubiera disgustado en absoluto que una litografía del cuadro apareciera entre las oscuras páginas de uno de sus ensayos místicos o que una reproducción del mismo estuviera colgada en una de aquellas salas palaciegas iluminadas por velas rojas donde resulta tan fácil imaginarlo realizando un ritual orgiástico. Abriendo el vientre de una virgen en medio de un círculo de fuego.
Ciertamente, los demonios de Bouts me fascinan. Parecen una mezcla entre galápagos y murciélagos. Aves sin compasión de faz monstruosa que únicamente responden a sus instintos salvajes y me recuerdan a los gremlins de la película de Joe Dante. Por otra parte, tanto el color del cielo como las montañas rocosas transmiten una sensación de ocaso crepuscular muy lograda. Y si bien el cuerpo y rostro de los humanos no se encuentra muy conseguido, esta carencia se torna en virtud en la medida en la que contribuye a conferirles aspecto de marionetas. Muñecos encerrados en los círculos de lava y tierra donde serán mordidos por la Bestia ante la complaciente mirada de los adoradores negros.
Tiene, a su vez, otra característica este cuadro que me hace contemplarlo con pasión y que he percibido únicamente en varias obras del Gótico. Me refiero a que, a pesar de que carece de ciertos fundamentos técnicos que la pintura occidental no alcanzaría hasta el Renacimiento, me resulta sumamente moderno. Es prácticamente una performance reflexiva sobre nuestra concepción del castigo, la culpabilidad y la temida caída en territorios oscuros. Tal vez sea asunto mío, pero lo cierto es que si bien vislumbro por supuesto severidad, también ironía. Como si Dirk Bouts no se contentase únicamente con reflejar la tormentosa experiencia del castigo infinito y deseara interrogar al espectador su opinión sobre la misma, haciéndole cuestionarse de paso sus propias creencias.
Creo que este es el motivo de que me fascine tanto este lienzo. Que es suntuoso y elegante. Tétrico y amargo, pero también vicioso y morboso. Se ve tan bien colgado en un monasterio como en un viejo caserío lleno de ocultistas. Tal vez porque, según mi trasluz, no refleja un hecho consumado sino algo que está ocurriendo en ese mismo momento. En presente. Lo que lo abre a diversas interpretaciones. De hecho, a mí en concreto no me parece tanto una visión ideológica del castigo como una fotografía de una realidad imaginaria más focalizada en provocar sensaciones que en aleccionar al vulgo. Lo que lo convierte en una estrella negra que debería ocupar un lugar preferente en las salas del castillo nihilista del siglo XXI. En el torreón maldito. Shalam
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