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Fútbol argentino: un mundo sin Dioses (2)

Oct 28, 2013 | 0 Comentarios

Dejo a continuación la segunda parte del texto sobre fútbol argentino que colgué hace unos días. Ahí va:

Obviamente, el fútbol no sólo fue una ventana y oportunidad de ascenso para los excluidos y marginados de la Argentina. No. De ser así, desde luego, hubiera gozado de una popularidad masiva pero, en ningún caso, habría llegado a convertirse en esa pasión que parte el alma de gran parte de la nación. Lo que ocurrió fue que el fútbol se convirtió en un símbolo heroico. Un deporte que cumplía una función mítica. Algo realmente necesario para los ciudadanos de un país que no tenía más de cien años de historia, no contaba con demasiadas batallas de las que enorgullecerse ni con un gran número de símbolos y mitos a través de los que ir forjando una identidad. Siendo por tanto los partidos de fútbol y sus protagonistas, los futbolistas, los encargados de cubrir este hueco. Pues gracias a su destreza, los argentinos podían demostrarse a sí mismos y al mundo que eran capaces de vencer a cualquier nación practicando el deporte más popular de todos los tiempos, convertido festivamente en epifanía de su identidad: rito colectivo, juego que psicoanalizaba al pueblo y le confería heroísmo, pasión y vida a su imaginario simbólico colectivo. Cualquier victoria, teniendo en cuenta las circunstancias sociales antes aludidas, era una exaltación de la patria, su futuro destino de grandeza y de la importancia que Argentina estaba obligada a tener en el mundo. Los partidos de fútbol eran experimentados como si fueran batallas (sin sangre ni muertos, eso sí) y, en gran medida, este deporte comenzó, a su vez, a cumplir el papel de una religión en nombre de la que, desde su llegada a América, habían muerto demasiadas personas. Muy al contrario, el fútbol no mataba a nadie. Alegraba a unos y entristecía a otros tantos, unía a personas separadas, daba esperanza y forjaba identidades a gran y pequeña escala. Y llevado a su máxima expresión, podía ejercer como sustituto de la violencia y de lo sagrado, convirtiéndose en el maná orgiástico y catártico de una sociedad que no tardó en caer fascinada por las diferentes escuadras que fueron haciendo leyenda en la Argentina: el Alumni de Jorge Brown, la Academia fundada en Avellaneda con el nombre de Racing Club, la maquina infernal del River de Labruna o el Boca Juniors de Mario Boyé.

Para los ciudadanos de una nación prácticamente recién nacida, necesitada de relatos mitológicos y heroicos, los futbolistas y equipos antes mencionados ocuparon, en cierto modo, el rol de Ulises, Zeus, Eneas, Gilgamesh, Quetzalcoatl o Huitzilopotchi en otras civilizaciones. No fueron únicamente estrellas mediáticas y admiradas por su dinero -esto fue una consecuencia a posteriori y que se dio por añadidura- sino que, en esencia, fueron héroes, guerreros, mitos y leyendas cuyas hazañas eran narradas por periodistas convertidos en poetas épicos.

Además, los mitos iniciáticos de la Argentina eran en su mayoría trágicos. La primera fundación de Buenos Aires finalizó con la muerte de los conquistadores que llegaron a comer la carne de sus compañeros muertos para sobrevivir. Se exterminó a los habitantes de aquellas tierras, los indígenas, y las luchas a puñal o ciertas expresiones artísticas como el tango (que fue, en su inicio, un baile entre hombres que aguardaban su turno en la puerta de las prostitutas) no fueron reivindicadas sino hasta muy entrado el siglo XX, dadas las connotaciones callejeras que traían consigo. Por otro lado, un símbolo como Martín Fierro puede en verdad, ejercer de espejo de muchos emigrantes llegados a la Argentina pero, acaso por su aspecto salvaje y su destino maldito en la Pampa, en ningún caso, ha podido competir en lo que se refiere a impacto emocional y popular con los goles de Kempes, los mágicos regates de Bocchini o aquel inverosímil primer gol que marcó Grillo en el mítico 3-1 que endosó Argentina a Inglaterra en el Monumental, allá por el 1953. Un tanto que acunó miles de sueños de ciudadanos argentinos y de futuros futbolistas empeñados en conquistar la gloria y la épica.

Si revisamos todos estos antecedentes, tal vez se comprendan mejor las razones por las que el fútbol no ha sido para los argentinos tanto un deporte como una batalla épica y, por momentos, una religión. Básicamente, porque no existió allí un Aquiles encolerizado por la muerte de Héctor, un Hamlet obsesionado con el fantasma muerto de su padre, un don Quijote cabalgando hacia el Toboso o un Prometeo corriendo tras las manzanas doradas de los dioses. Y, en definitiva, los mitos que fueron surgiendo a lo largo de los escasos años de su historia, no fueron lo suficientemente positivos y consistentes como para enraizarse en el inconsciente colectivo del pueblo.

Sabemos, sí, de historias de pillaje, de robo o del gran bulo de la riqueza fácil pero lógicamente ninguna de estas historias consiguió hacer soñar a niños y grandes ni provocó que la población se uniera en torno a un relato iniciático que le permitiera elevarse como sí lo harían, por ejemplo, los regates de Diego Armando Maradona. Quien, convendremos, parecía estar destinado a nacer en aquellas tierras necesitadas de encontrar un héroe inmortal e invencible que, en este caso, pronto tomó connotaciones religiosas, llegando a ser considerado santo o un nuevo Mesías. El Jesucristo de una de las religiones laicas, el fútbol, más poderosas del mundo actual. Una especie de profeta capaz de unir en su persona, cualidades y características propias del inmisericorde y justiciero dios del Antiguo Testamento, (recordemos los dos goles contra Inglaterra en el Mundial 86), con las del Cristo del Nuevo Testamento. Un héroe piadoso crucificado tanto por los hipócritas poderes legislativos de la FIFA como por su pueblo prometido, el italiano, (que si bien lo acogió en Nápoles como si fuera un hijo pródigo, no le perdonó que comandara con su destreza habitual la selección argentina que eliminó a la italiana en la semifinal del Mundial 90).

De hecho, durante una época de su vida, a Maradona únicamente le faltaba resucitar para agigantar su mito. Algo que hizo a lo grande, volviendo en 1997 al club de su corazón, Boca Juniors, con algún kilogramo de más y un tatuaje del Che en su hombro, como si estuviera dispuesto a convertirse en voz y símbolo de una América rebelde. Y, finalmente, con el paso de los años, ha terminado transformándose en un superhombre nitzscheano, tan cerca de lo grotesco y ridículo como de lo sublime, capaz de superar lo insuperable: la paliza que Alemania le dio a su país en el mundial del 2010, cólicos renales, crisis de hipertensión, ingestiones abismales de droga, frecuentes separaciones afectivas, hijos ilegítimos, envidias, juicios por evasión de impuestos, inquisitivas y maliciosas respuestas de periodistas, etc.. Es decir, se ha convertido en un tótem, más allá del bien y del mal, cuyo fuelle y poderes parecen no acabarse pues, como refleja alguna risueña caricatura, ha sido capaz de transmitir sus poderes divinos a su hijo futbolístico natural, su verdadero sucesor, Lionel Messi, que obviamente no podía ser de otra nacionalidad sino argentina.

De todas formas, más allá de Maradona, Messi, Labruna, Riquelme y otros futbolistas elevados a la categoría de héroes, santos o dioses por el pueblo, existe otra faceta a la que es necesario referirse para comprender ciertas características de la pasión (y en ocasiones ceguera) de los argentinos por su fútbol. En parte, ya hemos aludido a ella anteriormente pero conviene matizarla. Me refiero a la manipulación que los distintos gobernantes de la Argentina han realizado del deseo y necesidad colectiva de su población por tener mitos. A que se hayan aprovechado del fútbol para intentar borrar o disimular aunque sea durante 90 minutos las diferencias existentes entre las clases altas y las pobres del país y, en su momento, (como es el caso de la dictadura de Videla), para silenciar las muertes y torturas que se estaban realizando. En cualquier caso, precisaré más esta última consideración pues considero que es bastante más importante de lo que se piensa.

Teniendo en cuenta que la mayoría de la población argentina tiene un origen emigrante y que quienes llegaron al país durante el siglo XX y finales del XIX tuvieron que trabajar muy duro para hacerse con un hueco en el escalafón social, la liga nacional de fútbol se convirtió en el espacio ideal para liberar tensión y dirimir las injusticias que vivían diariamente. Seres desclasados de los más diversos orígenes que peleaban diariamente por unos míseros pesos y se peleaban con todo tipo de obstáculos, encontraron en los equipos de su barrio una especie de consuelo y estímulo. Un símbolo con el que identificarse. Una especie de ejército al que seguir y defender con puños, violencia, gritos, demostrar que existían y que esa tierra también les pertenecía. Pues había un grupo de once guerreros que morirían por defender sus derechos sobre el césped de la cancha de fútbol. Por lo que se entenderá que no sea en absoluto extraña -más bien una consecuencia lógica- la violencia que hay tras los partidos y derbis del fútbol argentino (desde el enfrentamiento crucial, clásico de los clásicos argentinos, Boca vs. River o River vs. Boca hasta los Newells- Rosario central, Racing–Independiente, Huracán–San Lorenzo o Excursionistas–Defensores de Belgrano) y que sea lógico que se encuentre latente tanto en los partidos de la máxima categoría como de la última. De hecho, teniendo en cuenta el comportamiento del ejército y las dictaduras antes mencionadas así como la violencia con la que las clases altas trataron a las bajas durante el siglo XX, lo extraño es que no haya habido más muertes en el campo y las gradas de juego dado que para muchísimos argentinos, el momento del partido del fútbol era y todavía es, el único momento de gloria de la semana. O al menos el que justificaba gran parte de una existencia castrada y destinada a sostener a esas clases altas que, por otra parte, han estado siempre de acuerdo con la popularización de este deporte y han sido cómplices de esta situación con el objetivo de que la violencia real se dirimiera simbólicamente en el campo de juego, entre equipos, futbolistas e hinchadas rivales y no contra ellos. ¿Cómo pretender entonces que toda Argentina no se desangre en el día a día del fútbol o que se cante y desee la muerte del  rival en todos los clásicos?

En cierto sentido, la lucha entre las hinchadas argentinas recuerda a la de Caín y Abel. Dos hermanos que son maniatados, según las teorías gnósticas, por el dios Yahvé, para enfrentarse entre sí y que reine el oscuro tiempo del diablo en este mundo. Caín sería el emigrante, el pobre, el desclasado rebelde a las leyes y Abel, el adinerado y rico que obedece las leyes porque le convienen. Si nos fijamos, el enfrentamiento Boca-River (dos equipos que nacieron en el mismo barrio) responde a estas coordenadas. Los aficionados  de River estarían de parte de Abel y los de Boca, de Caín. Un hermano, Abel, sería el civilizado, (River), el afrancesado dispuesto a lanzar su champagne de buen fútbol, exquisito y de calidad a los salones de fútbol europeos, (como hacían los millonarios extravagantes de la Argentina a principios de siglo en los principales campos de burguesía de todo Occidente), y el otro hermano, Boca, sería la voz de los negros, de los oprimidos, de los emigrantes que no tuvieron apenas más que un pedazo de carne al llegar a esta tierra y además tuvieron que aguantar las burla y bromas de los «millonarios» de la clasista sociedad argentina.

Sucede que tanto unos como otros -los aficionados de River y los de Boca- son, en su mayoría, pobres. Por lo que, en realidad, se estarían enfrentando caines contra caines  manipulados por los dirigentes de los dos clubs -que sí son ricos (Abel)- y, en parte, ejercen el papel del Dios Yahvé en el mito del Génesis (al que sin duda sirven), que para los gnósticos era el diablo. Con lo cual es inevitable que, en gran parte de los casos, la fiesta fubolística degenere en violencia. ¿Cómo no cuando el poder la ejerce impunemente y el partido de fútbol únicamente sirve como arma manipuladora y atenuante de otro día más de violencia, real, administrativa, metafórica, absurda, vivenciada por el individuo como asfixiante y castradora? ¿Y cómo, por otra parte, no entender a ese argentino que está solo y espera y que no cesa de hablar y hablar porque está solo y espera algo que cree que no vendrá jamás que sería la justicia, y el orden y un país regularizado, normalizado donde no existieran ya más el  secuestro de almas o de dinero?, ¿cómo no comprender a ese argentino que, entretanto, de tan solo que está, lo único que puede hacer es ir a cantar un gol y reír aunque sea un segundo y volver al día siguiente, renovado en parte, a la vida cotidiana?

En fin, supongo que ha de ser difícil de seguir el tema del que hablo pero confío en haber ayudado a esclarecerlo en alguna medida y que, por ejemplo, ahora se entiendan mejor las razones de hablar de tres personajes tan dispares como Borges, Sábato y Menotti al principio de mi escrito.  Pues, al fin y al cabo, después de todo lo dicho, ¿cómo no comprender que cuando Jorge Luis Borges decidió impartir una charla sobre la cábala o Dante o la rosa de Milton el día de la final del Mundial 78 fue porque, de algún modo, estaba diciéndole a los políticos que su poder era de este mundo y por tanto, se encontraba destinado a perecer, y que no hay mejor manera que luchar contra una maquina de violencia que ignorarla? ¿Quién sino un esclavo, parecía decir Borges, podría extasiarse con un gol de Kempes cuando podría tener toda una eternidad por delante en un texto de Dante? ¿Quién es más afín al régimen del terror, un ciudadano cainita que, a pesar de las injusticias, canta los  goles de Luque a Perú en tiempos de horror u otro, Borges, que no reconoce al poder pues en el más principal de los actos del régimen imperante organiza su propio evento alternativo que invalida al poderoso de cualquier posibilidad de manipularle?

¿Y cómo no entender que Borges eligiera ser enterrado en  Suiza, (donde ciudadanos de distintos países europeos consiguieron convivir armoniosamente en un espacio neutral) alarmado y asustado ante el comportamiento de sus compatriotas, quienes además no lo  aceptaron totalmente hasta que murió? ¿Cómo no recordar que Borges era ciego pero veía que más que la mayoría de sus contemporáneos?

¿Y cómo no entender que Ernesto Sábato optara por una ética existencial por y para el pueblo y eligiera morir en Argentina? ¿Cómo no comprender que años antes de su muerte paseara por la cancha de San Lorenzo, el nuevo Gasómetro, repartiendo libros a gentes que lo abrazaban y reconocían como aquel que compartía su destino trágico con ellos y, por tanto, se sentía horrorizado de que fuera en oficinas de Estrasburgo o Ginebra donde se diseñaran los destinos de los niños que cantaban cada domingo los goles de los equipos de fútbol como si cada uno de ellos fuera una salida en el túnel de asfixiante soledad al que les condena el hambre o la ausencia de derechos? ¿Y cómo no comprender que frente a la miseria de gran parte de la población, la ausencia de mitos y héroes de un pueblo partido entre la indiferencia de Borges y la raíz trágica de Sábato, muchos futbolistas piensen que deben ponerse al mando del país para sacarlo adelante? ¿Cómo no entender que Maradona amenazara tras la crisis del 2002 con presentarse como presidente o que Carlos Salvador Bilardo lo intentara sin programa ni partido, afirmando que con trabajo y trabajo y trabajo igual que pudo construir y formar a los Redondo, Simeone, Ortega del futuro, sería capaz de fabricar los futuros héroes civiles de un país que en cuanto un arbitro de por iniciado un partido volverá a estar separado de nuevo; deseando que pierda o gane la barbarie (Caín) o la civilización (Abel) sabiendo en el fondo, que acaso ambos estén derrotados debido a la ancestral ceguera del ser humano?

¿Cómo entonces, después de todo lo dicho, no comprender el ruido de las bestias que desde la Bombonera,  el nuevo Gasómetro, o desde el Monumental alientan a su equipo? ¿Cómo no entender que cientos de ciudadanos sin posibilidad de tener voz e influencia real en la vida social alienten al equipo de sus sueños, (ese que sienten en lo más íntimo, ahí dentro, justo ahí dentro), gritando como salvajes aquello de “Boca, River, San Lorenzo, Independiente, esta campaña volveremos a estar contigo/ te alentaremos de corazón/ que esta es la hinchada que te quiere ver campeón/ no me importan lo que digan/ lo que digan los demás/ yo te sigo a todas partes/ cada vez te quiero más”?  Y a estas alturas, y supongo que ya en confianza, ¿cómo, decidme, cómo podemos pretender conocer, comprender a Argentina sino es por su fútbol y gracias a su fútbol que no podrían existir el uno sin el otro?, ¿cómo no entender la trascendencia que existe detrás del movimiento de un balón para esos chicos que juegan en las calles, en el potrero y las villas soñando con un gol que les saque del hambre o haga delirar a una nación que si la vida fuera justa, debería ser lo único necesario para ser feliz y vivir y cantar y celebrar esta existencia con alegría como si fuera un carnaval y no el funeral en que tantos políticos y militares la han acabado convirtiendo? Shalam

عِنْد الشدائِد يُعْرف الإخْوان

 Cuando el carro se rompa, muchos os dirán por dónde debiáis haber pasado

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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