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Fez

Feb 6, 2013 | 0 Comentarios

No son muchas mis experiencias negativas con el pueblo musulmán. Es cierto que, tras varios días en Marruecos, es usual sentirse agotado, exhausto del trato con la población. El constante regateo, el pillaje, el abordaje al extranjero por el mero hecho de ser extranjero. El ruido de los martillos golpeando en platos de cobre y bronce colgados del techo de los templos por un fina cuerda hilada con los cabellos de una virgen cuando el imán invita al rezo. Los voceríos del pueblo cada vez que se sacrifica una cabra. Los gritos de los vendedores de babuchas y chilabas. Las desafiantes miradas de los comerciantes de perfumes y aromas; jabones y esencias de jazmín o canela. A veces siente uno deseos de maldecirlos a todos. Un recorrido por Fez puede convertirse en un experiencia delirante. No resulta fácil orientarse en esta ciudad; capital del antiguo reino watásida y del país marroquí hasta tiempos recientes. Es bastante frecuente perderse entre los cientos de callejuelas curvas, estrechas o sin salida que rodean la Mezquita de Fez el-Ball. Por lo que si se desea volver al lugar donde uno está hospedado, es necesario solicitar ayuda a los nativos. A veces, el muchacho que nos echa una mano se contenta con pedirte unas monedas, un poco de leche o frutos secos, y en otras lo hace desinteresadamente. Y de tanto en tanto, si uno tiene mala suerte, puede suceder que el joven grite, profiera todo tipo de alaridos acusándote de querer violarlo, robo o váyase  a saber qué.

En esas ocasiones, no sabe bien uno cómo actuar, y se aprecia mucho que alguien venga a socorrernos. Nos aleje de la multitud, sus miradas de escarnio, las sonrisas con que hombres con turbantes y túnicas salidos de cualquier parte se burlan de nosotros vengándose por antiguos oprobios o los irritantes gritos con que ciertas mujeres de velo negro se divierten irritando a los extraños. As-ham se llamaba el prójimo que me auxilió. Tras librarme del tumulto, me invitó a un té que tomamos sobre una gigantesca alfombra en la terraza de una cafetería cuyas escalinatas curvas simulaban un pasadizo. Allí, conforme emergía una luna fuosforescente en el horizonte, mugían las vacas que se agolpaban en una granja próxima y las ventanas de las casas se cerraban al unísono a medida que los hombres retiraban los zapatos de su puerta, me propuso ir a los baños nocturnos.

No sé si he hablado alguna vez de la noche árabe. Es incomparable. Precisamente por lo difícil que es encontrar un local donde tomar alcohol. Circunstancia que nos obliga a relacionarnos de forma diferente a la acostumbrada. Si es posible, suelo acudir a un billar donde es usual encontrar alguien con quien charlar mientras se espera que le toque a uno el turno para medirse a un rival. Sin embargo, los jóvenes marroquíes no tienen el sentido de competencia que poseen los occidentales. Generalmente, cuando uno gana la partida, continúa jugando pero si la pierde debe esperar el turno para enfrentarse al ganador. A veces, puede pasar una hora entre turno y turno. Y si no hay un espectáculo en aquel local o se encuentra compañía, puede uno desesperarse muy fácilmente. Por lo que acostumbro a elegir otras opciones. Por ejemplo, tomar un zumo o un café con dulces en una tetería y esperar que alguien comparta una shisha o unas briznas de hachís o de kifi en pipa. En una ocasión, tuve la oportunidad de compartir unas caladas con dos muchachas marroquíes. Eran todavía estudiantes. Una de ellas, morena y delgada, con una risa y una voz inaudible, casi un susurro, llamó mi atención. Portaba en cofre en sus manos del que emergía el canto de un pájaro cada cierto tiempo, y lo acariciaba con suavidad: como si llevando a cabo este ritual, el supuesto animal que se encontraba dentro, sintiera cariño y afecto. Llegó incluso a besar aquel artefacto mirándolo no obstante con frialdad. Por instantes, pensé que la joven era cruel e impasible a los sufrimientos de los seres vivos. Pero, puesto que me miraba con afecto, y sólo se mostraba impasible cuando volvía sus ojos hacia el cofre, deseché este juicio. Encontrándola, consiguientemente, más misteriosa y penetrante. Casi una estatua viva. Al contrario que la otra joven, rubia y entrada en carnes,  bastante vulgar. que masticaba unos dátiles y nísperos que tomaba a puñados de una enorme bolsa negra con la boca abierta. Iban, de todas formas, acompañada por varios muchachos. Ignoro si alguno de ellos sería su novio porque no dominaban bien el francés, y me costaba hacerme entender. Además de que existen circunstancias que prefiero no saber o dejar en suspenso. Que sea la vida la que las quiera responder. No es de mi incumbencia entrometerme en sus designios ni soy yo quien puede determinarlos, pero es cierto que a veces podría preguntar, o ser un poco más observador para evitar sorpresas, como la que tuve con As-ham. Quien, tras media hora en los baños, comenzó a acariciarme. Intentar masajearme con sus manos bañadas en aceite. Si me hubieran gustado los hombres, tanto como la media luna creciente clavada allí en el cielo, le hubiera besado. Pero al no ser así, tuve que gritarle que se apartara de mí. Amenazarle con mi puño en alto. Aunque, en realidad, no estaba enojado con él sino conmigo por haber sido demasiado confiado. Es torturante recordar ese momento porque de haber sido yo homosexual podríamos haber vivido allí una noche de ensueño de la que no hubiera querido despertar jamás.

Me consuela pensar, en cualquier caso, que si hubiera besado a Ha-sham es probable que se hubiera transformado en un effrit. Quien, tal vez por mera diversión o por haberme atrevido a saborear su esencia divina, me hubiera echado a cuestas, sin más ropa que un minúsculo calzoncillo, y me hubiera transportado volando a las puertas de una ciudad de la que saldrían varios hombres asombrados al verme caído ante ellos, medio desnudo, con los que me resultaría imposible comunicarme a no ser con señas. Es probable que, tras varios minutos reflexionando, decidieran conducirme a las autoridades, con las que continuaría el diálogo de sordos. Y que, tras darme de beber un té de menta delicioso y envolverme en una manta decorada con decenas de ábsides, me encerraran en una habitación verde donde aguardaría a un intérprete español a quien no sabría ni podría explicar mis circunstancias, puesto que no creería jamás la historia del effrit.

Teniendo en cuenta además que mi entrada a aquel país no habría sido registrada, cualquiera de mis palabras podría acrecentar mi culpabilidad. Y, antes o después, sería incriminado de un delito. No quiero imaginarme tan siquiera la cárcel donde me encerrarían ni el aspecto de mis compañeros.El sudor a cerdo que desprendería aquel oscuro lugar, su aliento a macho podrido. ¡Oh Dios! Entiendo que no hubiera podido dormir durante toda esa noche y que hubiera rezado las oraciones que recordara una y otra vez sin descanso. Deseando no haber caído jamás en las redes del maldito As-ham. Encontrarme aún dentro de las murallas de Fez el-Bali. Jugando con los incansables niños que te siguen a cualquier parte, durante horas, para sacarte una moneda o por el mero gusto de molestarte, incordiarte. Regateando unos céntimos con un vendedor para comprar unas babuchas con las que realizar un nuevo recital poético sobre mis vivencias y experiencias en Marruecos, en el que hablara de mi  visita a Fez: de lo delirante que puede llegar a ser esa experiencia.

De haber podido llevarlo a cabo, el recital se llamaría Una semana en Fez y se realizaría en medio de un zócalo o una plaza pública. Yo estaría sentado sobre una alargada silla de madera y me encontraría acompañado de varios jóvenes gitanos que, antes y después de la lectura, realizarían el tradicional número de la cabra pidiendo a voz en grito dinero para el artista (yo) y el animal. De esta forma, conseguiría transmitir al público asistente la idea de que los poetas también necesitan alimentarse, y tienen deseos sexuales como todo el mundo. Aunque esto no parezca importarle a nadie, puesto que, para la gran mayoría, no son muy distintos de aquella cabra que sube y baja por una escalera. Simple entretenimiento. Una marioneta que olvidamos en algún armario, entre el trajín de los días y el paso del tiempo, cuyo sentido, como diría en el primer poema del recital, perdemos al caminar por las calles de Fez. Hasta el punto de que podemos llegar a creer que hemos regresado a la Edad Media, somos un caballero del rey Arturo apresado por el enemigo en tierra extraña, o una serpiente que se mueve al ritmo de un violín tocado por un músico persa en un club nocturno; como aquel cuyas paredes verdes estaban decoradas con cientos de ábsides al que me condujo As-ham, con el pretexto de invitarme a un té de menta durante mi visita a Fez. Local que yo describiría en uno de mis poemas con todo tipo de detalles, poniendo el énfasis en una bañera situada en el centro del local, donde un grupo de hombres barbudos relajaban sus pies contemplándome leer los textos de mi representación literaria Mis noches árabes, hasta que el espectáculo concluyó, el público comenzó a berrear como una cabra y hombres con turbantes y túnicas salidos de cualquier parte se desplazaron por toda la sala pidiendo dinero para mí, que me dirigía, como poseído, hacia la bañera en cuya agua contemplé el rostro de dos jóvenes muchachas fumando un cigarrillo de hachís. Visión ante la que caí rendido. Subyugado. Como si fuera un Narciso musulmán. O un joven adolescente sin experiencia alguna en el amor. De tal forma que decidí arrojarme hacia ellas y besarlas. Cayendo inmediatamente por un agujero que parecía no tener fondo, un pozo bien profundo que finalizaba en una habitación oscura, pavorosa, terrible, donde tuve que soportar el sudor a cerdo, el aliento a macho podrido de todos los hombres que me rodeaban, entre sombras, jurándome que iba a pagar el justo precio por haberme negado a besar a As-ham. Allí. En Fez. La ciudad del amor, la santidad, y la fidelidad extrema. Capital del antiguo reino watásida y del país marroquí hasta tiempos recientes, donde se escucha como en ningún otro lugar la invitación de los imanes al rezo. Shalam.

 الحياة هي قلب جانح وعقل مجنح وروح أبدية

      Un corazón tranquilo es mejor que una bolsa llena de oro

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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