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El condenado

May 1, 2018 | 0 Comentarios

Juan Carlos Onetti era hosco escribiendo porque era real. Su literatura es uno de los grandes frescos caóticos del siglo XX. Un ajuste de cuentas con la perfección. Un puñetazo a las entrañas de la escritura burguesa y edulcorada.

Su escritura es un río sucio. Está llena de manchas, de errores, de renglones descompuestos. Es una corbata mal puesta. Porque, repito, es real. Tan real que describe con enormidad el fracaso humano, el error y el vacío tanto temática como formalmente. De hecho, las palabras de sus textos sudan y huelen mal, como sus personajes. La obra de Onetti posee esa característica: huele. Apesta incluso. El infierno que describe no es abstracto. No es una metáfora. Es visceral. Carnal. Es un lodazal lleno de humor negro que impugna la modernidad. Que se carcajea del progreso. Es un corte de mangas a la era del trabajo industrial. Una visión expresionista y destructiva al rostro del mundo empresarial. De las corporaciones coloniales.

Jean Paul Sartre era un idealista en comparación con Onetti. Pensaba que el mundo era un infierno y creaba obras para demostrar esta teoría. Sartre era un matemático. Un escritor muy lógico. Sus obras eran teoremas sobre la angustia. Sartre se agotaba escribiendo. La nausea, por ejemplo, es un intenso esfuerzo nihilista por demostrar que la vida no tiene sentido. Sartre debió acabar exhausto de escribirla. Listo para recibir masajes y comenzar a pensar qué teoría destructiva deseaba a continuación demostrar. Ejemplificar. No advierto sin embargo, cansancio en Onetti. No. Porque Onetti era instintivo. Describía lo que sentía más que lo que veía. Pintaba un lienzo dejándose llevar. Creando cuando las musas lo llamaban. Sin saber hacia dónde iba ni el resultado.

Onetti encuentra el caos. La soledad. No los busca y por eso sus textos son reales. Sucios. Huelen. Son una indagación del sinsentido y la desesperanza. No demuestran nada. No prueban nada. No desean nada. Simplemente, casi por azar, agarran con la mano las arterias y venas del pesimismo y las dejan sobre la mesa para que las veamos. Porque Onetti, sí, no era un médico. No era un científico. Era un aventurero de la insatisfacción. Un creador que hacía arte con los errores de dios.

Onetti es uno de esos escritores que se fijaban en las manchas de la ropa de las personas con las que se cruzaba. De aquellos a los que les gustaba ver su manuscrito lleno de tachones y no olisqueaba el vaso de Whisky hasta que no estaba terminado. Onetti sacaba un cuento impresionante del roto de un pantalón, de la camisa mal cosida de una muchacha, una barba enmarañada, un mentón mal afeitado y unos ojos llenos de legañas. Escribía como un perro. Era fiel, muy fiel a sus instintos agresivos y destructivos. Antes de escribir, siempre ponía su hígado sobre la mesa.

Sus libros son una mezcla de intensidad y olvido. De asombro y asco. Parecen todos ellos haber sido escritos en bares. Hilvanando frases a destiempo entre trago y trago de cerveza. O sobre una cama revuelta en la que no se han cambiado las sábanas durante meses.

Basta una página de una novela de Onetti para sentir lo que es el extravío. Nadie ha descrito con mayor honestidad y fuerza la soledad americana. El infecto trasiego del puerto de Montevideo. La ferocidad del tráfico y el comercio colonial que convierte maravillosos atardeceres en nocturnos cadáveres. Cómo el dinero transforma las ciudades en malolientes hormigueros y a los seres humanos en aterradoras sombras. Siluetas infernales destrozadas por la ambición y el orgullo.

En la obra de Onetti, los personajes no fracasan porque es la misma obra de Onetti la que es el fracaso. Tanto que ni siquiera pone demasiado énfasis en describir su rabia y locura.

Onetti no es Benhard. No escribe carcajeándose malignamente. Con un puñal en sus manos. Escribe como si fuera ciego. Con escepticismo. Es tan escéptico que ni tan siquiera cree en el fracaso. Que no mueve un dedo para intentar fracasar de nuevo y hacerlo mejor, o para torturarnos una y otra vez con la molicie, como hacía Cioran, con la intención de convertir la desgracia y el sinsentido en hechos heroicos. Era tan escéptico, sí, que se conformaba con escribir lo que fuera. Garabatear en un sucio papel encontrado en la cocina palabras que eran una mezcla de tabaco y semen y, vuelvo a repetir, huelen. De hecho, esa es la grandeza de su escritura. Que aunque no seamos capaces de comprenderla, respetarla o admirarla, no existe nadie que haya abierto uno de sus libros y no se haya empapado con su fragancia a alcohol y cuerpo desnudo. Que Onetti la transformó en un festín para los sentidos sin dejar de hablar ni un solo instante de la muerte. Lo ridículos que se ven el rencor y el odio frente al olvido. La nada. Shalam

اِبْنُ آدَمَ يُرْبَطُ مِنْ لِسَانِهِ وَالثَّوْرَ مِنْ قُرُونِهِ

La fortuna llega en algunos barcos que no son guiados

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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