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De la poda

Mar 25, 2013 | 0 Comentarios

Hace unos días terminé mi primera corrección de El jardinero. Un libro mucho más legible y comprensible ahora sin por ello haber perdido gran parte de su misterio. De hecho, no sé si esto suena creíble pero de momento, ni siquiera yo entiendo su significado. Algo que, en cierto modo, me indica que tengo una buena historia en mis manos. O tal vez no. ¿Quién sabe?

Hace unos años consideraba que todo libro que pudiera ser contado, no podía ser bueno. Una novela nacía para ser leída y punto. Pero actualmente ya no sé qué pensar. Durante muchos años, profesores, alumnos, asistentes a mis ponencias solían decirme que mis discursos eran muy interesantes pero que costaba mucho comprenderme. A veces no entendían nada. Y esto, quiera yo o no, ha provocado una especie de trauma en mí, que ha ido creciendo hasta obligarme a realizar todo tipo de esfuerzos para mejorar mi expresión oral como, sí, también la escrita. Tanto que, hace no demasiado, un amigo me dijo que él pensaba que mi evolución personal se podía resumir en una intención sostenida por mi parte durante muchos años por aprender a hablar. Que la historia de mi vida era equivalente a mi aprendizaje -o más bien re-aprendizaje- del habla. Opinión que, obviamente, -ya lo he sugerido- también puede transferirse a la expresión escrita. Tanto es así, que he llegado a un límite en que siento que mis textos son acaso demasiados sencillos y fáciles de entender. Circunstancia que me obliga a preguntarme si estoy exagerando, dado que a veces evito correr riesgos para no caer en lo abstruso o ralo y no sé yo si esto me hace tal vez perder osadía y fuerza como escritor. Aunque, -también es cierto- acaso también me haga más sugerente, pues ahora son las palabras las que vuelan y planean, buscando su propia ruta a la vista de todos y no siguiendo un baile incógnito, desconocido para la mayoría, que podía anteriormente resultar un tanto estéril, por más que este haya sido el camino seguido por escritores como Pynchon. Un creador absoluto que acabó imponiendo sus propias reglas al mundo literario sin ser lastrado por ellas.

Diría, de todas maneras, que ahora me encuentro más cercano a la posiciones como la de Dino Buzatti. Transmitir lo absurdo a través de la claridad. La poesía por medio de la prosa. Y el infinito utilizando la menor cantidad de medios. Aunque me pregunto, si el genial escritor estaría de acuerdo con estas precisiones. Y, por supuesto, cuáles serían sus opiniones y consejos a este respecto. Tal vez no tuviera ninguno. Puede que una multitud. ¿A quién le importa en todo caso?

De verdad que no alcanzo a saber. A veces pienso que me he convertido en un creador (si no es que esta palabra me viene grande) transparente. El Anti-Lautreamont. De hecho, cuando leo los escritos de mis compañeros de generación, tomo conciencia que contienen ciertas frases, aforismos o sentencias que yo ya no escribiría porque pienso que son en exceso complejas y podrían confundir a los lectores. Apartarlos del texto, de su posible embrujo, y su discurrir libre y rápido sin accidentes. Algo que hace años ni me habría planteado, me dijeran lo que me dijeran quienes me leían o escuchaban.

Vivo, por tanto, obsesionado con que cada frase sea justa y entendible. Huyo de lo barroco habiendo yo crecido, en cierto modo, en esta bañera estilística. Y me interesa que las palabras sean precisas y no haya excesivas ambivalencias. Sobre todo, en su aspecto formal. Porque en lo que se refiere al fondo argumental ahí sí que me permito jugar. Aunque en El jardinero, me he visto obligado a cuidar una serie de detalles ambientales para que el perfume y aliento onírico no lo envuelva todo. Me preocupa, por ejemplo, que siempre haya uno o dos hilos que nos conecten con la realidad. Que el personaje tenga al menos un pie en ella. La roce. O si esto no es posible, que no se eleve tanto y tanto del suelo que lleguemos a perderlo de vista y ya ni sepamos ni nos importe de qué hable. Algo que podría ser un problema, teniendo en cuenta la historia que manejo.

En ese sentido, siempre he envidiado a ciertos músicos. Les basa soltar varios acordes y dejarse ir, sabiendo que al ser la música un lenguaje universal, siempre serán entendidos. Aunque me parece que tendría que matizar esta afirmación porque, excepto unos pocos grupos punks, la mayoría trabajan tanto en sus composiciones, el manejo de su instrumento y pueden volverse tan obsesivos con aquello que hacen como un escritor. No tengo más que citar al músico, Kevin Shields (My bloody Valentine), que estoy escuchando mientras escribo este avería, que ha pasado largos años estructurando las melodías, disolviendo el sonido, inflando el ruido para quedar mínimamente satisfecho con su incandescente último disco, mvb. Y si me refiero a artistas clásicos como Stravinsky o Bela Bartok, desde luego, lo mejor que podría hacer es callarme pues tras sus propuestas hay muchos años de trabajo y estudios.

En realidad, lo que me fascina (me parece que envidia no es la palabra justa) del ámbito musical es su capacidad de transmitir aquello que desea con un lenguaje que no necesita ser entendido. Punto. ¿Qué quiere decir un riff de guitarra? Lo sabemos sin necesidad de palabras. Y esto me parece maravilloso y, a su vez, absorbente. Algo lógico pues ahí radica en gran parte el misterio de la música: en el hecho de que no necesita explicarse para hacerse entender. Y por el contrario, la mayoría de escritores deben ser muy precisos para transmitir su mensaje, pues de no ser así, los lectores perderán interés en la historia que nos narran al percibir sus flecos sueltos sin mucha dificultad.

Leyendo, por cierto, a Franz Kafka últimamente, me he dado cuenta que el escritor checo era de los que optaban por ser lo más claro posibles en su expresión escrita. Todos sus cuentos y novelas por ejemplo son muy sencillos. Hace un tiempo los comparaba yo con los relatos infantiles. Una novela de Kakfa nos explica con precisión, paso a paso, lo que le sucede a su personaje como, en muchas ocasiones, se produce en los cuentos que relatamos a los niños. Y su genialidad radica en que a través de esta minuciosidad, su voluntad de explicarnos todo aquello que sucede hasta la extenuación, comienza a marearnos, familiarizarnos con lo absurdo y ponernos en contacto con las ideas más abstractas, tal y como lo hace el cuento infantil. Un género que a través de formas y relatos cristalinos -eso sí, plagados de símbolos- nos familiariza con algunas de las verdades más descarnadas.

En fin, volviendo a El jardinero, simplemente decir que, tras tantas dudas, cuando me pongo a trabajar, lo que intento es ceñirme a la historia, intentar ser fiel a su continente expresivo sin descuidar su contenido y escribir de la mejor forma en que pueda. Sabiendo que por mucho que haga, siempre quedaré un poco decepcionado. No hay otra receta, me parece. A escribir se aprende escribiendo. Un libro se hace escribiendo. A jugar se aprende jugando. Se aprende a amar amando. Y no a través de la teoría ni las palabras que no dejan de ser redes, a través de las que intentamos evitar la desesperación, nuestro no-saber. Porque en la vida todo es gerundio, como en la muerte. Estamos muriendo y viviendo, pero nunca definitivamente vivos ni muertos. Pues los seres humanos no somos estados definitivos sino conciencias en evolución.

Sobre este último tema, por cierto, hay mucho material en México. Cada sábado suelo ir al temazcali de don Felipe, un huesero que limpia almas y conciencias, y acostumbro, si surge la ocasión, a quedarme allí, tras el baño espiritual, conversando por horas con algunos de los asistentes a la ceremonia. El diálogo último no tuvo desperdicio. Unos hablaron sobre el pasado acuático del hombre. Lo triste que resulta que hayamos olvidado la época en que vivíamos bajo las aguas, siendo amigos de los delfines y ballenas. Y otros, se refirieron a sus variadas experiencias con vidas extraterrestres. En concreto, don Manuel habló de su diálogo con uno de ellos y el mensaje que le dio: la necesidad que tenemos de cultivar semillas ante el posible cambio y destrucción del planeta si continuamos actuando de la misma manera. Por otro lado, don Javier refirió sus técnicas para luchar contra las envidias de las personas: unas tijeras abiertas frente al espejo, un trozo de cuarzo, sábila y una flor eran suficientes para contrarrestar los embrujos o malas energías emitidas por cualquiera de nuestros enemigos.

Efectivamente, no todo pueden ser libros en la vida y, entre lectura y escritura, suelo buscar lugares donde encuentre paz espiritual o al menos conversaciones estimulantes. Lo más fuera de esta insultante realidad cotidiana que transmiten los periódicos. Ese abusivo mundo económico que ha acabado cercenando cualquier pregunta que nos hagamos sobre mundos ajenos, lejanos, qué sé yo, lo imposible y lo indecible. A este respecto, México ofrece una gran cantidad de oportunidades. Tantas que hace ya meses que ni sé lo que es un copa de alcohol. Puesto que además me pregunto para qué voy a cercenar mis neuronas cuando tras horas de sacrificio escribiendo y leyendo, lo que necesito más bien es armonía y equilibrio. Experiencias que me proporcionen confianza y paz, y no más caos.

Ayer domingo a la mañana, por ejemplo, acudí a recibir una sanación terapéutica a través de rosas. Y ahora tengo once flores de este género en mi habitación que enterraré en la tierra cuando se marchiten como si fueran vicios míos que si no es que, efectivamente, ya no volverán, al menos habré entendido mejor de dónde proceden y por qué se encuentran allí. Puede sonar forzado pero lo cierto es que necesito todo este tipo de actividades que, en muchos casos, -no en todos- considero sagradas para continuar respirando, viviendo con alegría. Y además creo que me vendrán muy bien antes devolver a enfrentarme a El jardinero, cuya corrección me dejó agotado porque, como ya indiqué, el libro estaba escrito a impulsos, muchas frases no se entendían y me encontré con cientos de cabos sueltos y páginas que directamente tuve que reescribir por entero basándome e inspirándome, eso sí, en el modelo original.

Esto provocó que la corrección se convirtiera en una experiencia tortuosa que pienso no se va a volver a repetir en la segunda y, sobre todo, en la tercera y cuarta revisión. Pues ahora ya me dedicaré a cuestiones más formales. A mejorar lo mejorable. Podar, cortar ciertas frases innecesarias. Aclarar más los hilos conductores. Lo que no significa, en ningún caso, que alcance a comprender una narración que hasta ahora me fatiga y emociona por igual.

Dentro de una semana, en todo caso, llegará el momento de la verdad, darle el aspecto definitivo al libro, y de saber si la historia me fascina, seduce y atrapa finalmente. Pues será entonces, cuando apenas me tenga que ocupar de sus aspectos formales, que sus deslices, intenciones y recorridos se me muestren en su totalidad de una forma que hasta ahora no se ha producido. Y que acaezca ese instante santo entre el libro y el escritor, la montaña y su hacedor, en el que, sin dejar de reconocerse el uno en el otro, mirándose de frente, cara a cara, sin recelos ni ira, los dos admitan que deben separarse definitivamente. Pues ha llegado el momento de romper el cordón umbilical, y que cada uno continúe realizando el trabajo para el que ha sido creado. Shalam

الصبْر مِفْتاح الفرج

En la abundancia de agua, el tonto tiene sed

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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