Es curioso. Los albumes de cromos no sólo no se encuentran en su ocaso sino que experimentan actualmente una de sus mejores épocas históricas. La apoteosis de lo virtual ha revalorizado ciertos objetos tangibles como los discos y salas de cine y ha contribuido por ejemplo a dotar a ciertas editoriales literarias de un prestigio que tiene más que ver con su apuesta compulsiva y pasional por el papel que por sus aires disidentes.
¿Qué se busca al comenzar a coleccionar un album? En primera instancia, la respuesta a esta interrogante es bastante sencilla: un orden del mundo. Una seguridad psicológica. Porque con los albumes lo que intentamos es reconstruir una historia ya sabida. No hay apenas sorpresas. En el caso de una película como Superman, lo lógico es que el coleccionista sepa ya el final antes de iniciarlo. Y por tanto, -eliminado el factor sorpresa- su interés no esté movido por conocer una historia como por volver a rememorarla. Atesorarla. Tenerla en sus manos. En cierto modo, los albumes son una actualización del cuentacuentos clásicos. Un medio de narración consecuente con la era visual donde los oyentes juegan en cierto modo a ser detectives. Buscan las piezas perdidas del puzzle. Luchan contra el olvido. Esclarecen zonas ocultas y en gran medida, contribuyen a incrementar la memoria colectiva de su época.
La de los albumes es una historia de fetichismo consentido. Una necesidad de rozar y casi tocar con las manos aquello que amamos. Los cromos en este sentido no son tanto fotografías como objetos eróticos. Potenciadores de sentimientos, estimulantes intelectuales y afrodisíacos del recuerdo. Al fin y al cabo, los albumes se completan en presente pero se disfrutan totalmente en el futuro. Años después de haberlos concluido. Están hechos para satisfacer una necesidad casi compulsiva, pero al igual que las viejas fotografías, no adquieren su verdadero relieve sino un tiempo más tarde. Además, como las grandes hazañas heroicas y deportivas, se disfrutan mucho más cuanto más cuesta finalizarlos y rastrear esas cuatro o cinco estampas de las que los fabricantes suelen hacer menos tiraje y reproducciones. Provocando todo tipo de calentamientos de cabeza en los coleccionistas.
Obviamente, hay distintos tipos de albumes. No son lo mismo los albumes de series televisivas que en parte relatan una historia ya sabida que los dedicados por ejemplo a los campeonatos de fútbol. Estos últimos, antes de la era Internet cumplían una función informativa nada desdeñable. Daban a conocer a los fanáticos del deporte a los jugadores de los equipos menos conocidos. Logrando que fueran reconocidos por los muchachos de los más distintos lugares al escuchar sus nombres en las radios o contemplarlos desenvolviéndose por el campo en el partido semanal televisado. En realidad, esos albumes eran un preparativo para lo que se venía: el inicio del curso académico. Eran como un uniforme escolar. Un signo de madurez. Un gesto señorial y respetuoso al paso del tiempo. La época estival se encontraba marcada por «la canción del verano» y su final por el álbum de la liga nacional. Algo parecido a la vuelta a la normalidad. A tener en nuestras manos la lista con los nombres y fotos de los alumnos de clase que posee un profesor. Un timón orientativo y un signo racional en medio del caos todavía sin forma de la niñez.
Ciertamente, los albumes de fútbol convertían a cada niño en un entrenador. Un estratega y un militar que podía aventurarse a planificar alineaciones y casi que sistemas de juego. Pero ante todo, creo que ponían fecha y horario a ese «eterno presente» de la infancia de tal modo que, como la lectura del Génesis en la escuela, eran en gran medida recordatorios de la caída en el tiempo. De la expulsión inicial del paraíso que miles de muchachos intentaban contrarrestar jugando al fútbol en los recreos, playas, campos de cemento, hierba o incluso en la carretera. Probablemente porque era (y continúa siendo) una de las escasas actividades deportivas que podían practicar altos, bajitos, gordos, enclenques o atletas. Ya que la inteligencia y la habilidad son en muchas ocasiones más importantes que un buen físico para un buen desempeño futbolístico. Razón por la que tal vez se haya convertido en el deporte rey por excelencia, teniendo en cuenta que por su naturaleza es un juego abierto y democrático en el que resulta tan difícil como osado aventurar quién es el débil y quién el fuerte. Y jugadores con tendencia a engordar y más bien bajos como es el caso de Maradona poseen en principio tantas posibilidades de triunfar como el más poderoso titán celeste. Shalam
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