Dos de las ideas más perturbadoras concebidas a lo largo de la historia son la del doble y la del clon. El ser idéntico a nosotros y el engendrado a través de métodos científicos. Uno y otro se ajustan perfectamente a la definición de lo siniestro dada por Freud, pues nos transmiten incertidumbre e inseguridad sobre nuestra identidad, nos fuerzan a traspasar los límites de lo racional y, en gran medida, rebaten nuestras creencias. Tanto el clon como el doble son una oscura pesadilla. Amenazan nuestra personalidad, son capaces de convertirnos en sus objetos y además -haciendo realidad una de las máximas más famosas del psicólogo vienés- nos causan espanto porque nos son familiares. Tienen grabados en su rostro y cuerpo nuestros rasgos y poseen una estructura similar de pensamiento distinta a la de cualquier otro ser vivo. Son «nosotros» pero al mismo tiempo, no lo son del mismo modo que «nosotros» somos «ellos» sin serlo realmente. Siendo imposible definirlos totalmente, su visión fractura, por tanto, nuestra conciencia y nos enloquece, ejerciendo en nuestra pisque una fascinación irresistible similar a la que tenemos frente el abismo. Pues siendo incapaces de racionalizar su presencia, nos confrontan con lo divino y lo diabólico. Esto es; con las fuentes de la vida y las posibles razones de nuestra existencia así como con el limbo amoral que surge cuando no encontramos respuestas claras y precisas a los interrogantes metafísicos que arrastra consigo vivir. Algo que probablemente explique porqué -más allá de su calidad literaria- aunque han pasado prácticamente dos siglos desde que fue escrita, la fascinación generada por la creación de Mary Shelley, Frankestein o el Prometeo moderno, continúa intacta, al igual que la originada en su momento por dos obras hermanadas en su desarrollo argumental -me refiero, claro, a El retrato de Dorian grey y Dr. Jeckyll y Mr. Hyde-. Textos románticos surgidos en medio de la Segunda Revolución Industrial que, de algún modo, anunciaban el futuro desdoblamiento del cerebro humano durante la modernidad. Un hecho básico para comprender mejor los engranajes de la nueva versión de Battlestar Galactica llevada a cabo por Ronald D. Moore.
Exactamente, para comprender dónde radica la crueldad y lo hipnótico de la nueva Galactica, hemos de tener en cuenta que no sólo se encuentra protagonizada por un inmenso ejército de dobles y clones sino que a estos dos entes, hemos de unir el robot. Un ser artificial que comparte con el doble y el clon muchas de su características antes mencionadas pero además, posee una inteligencia maquinal y una ausencia total de sentimientos que lo hacen ambivalente y temible hasta cotas extremas de perversión, que pueden ser incluso ampliadas si le añadimos la cualidad de la belleza. Una propiedad (que para Freud estaba tan cerca del horror como de lo siniestro) que van a poseer gran parte de los cylon con forma humana que aparecen en la serie y se encuentran infiltrados entre las filas de los escasos seres humanos supervivientes a la destrucción de las 12 colonias de Kobol.
Ronald D.Moore concibe a los cylon como una de las más perversas y esquizofrénicas creaciones jamás concebidas. Pues en un solo prototipo unen la extrañeza provocada por la más espectacular belleza junto a la perversidad del doble, el clon o el robot. Una mezcla explosiva difícil de igualar. Pero además ocurre que, durante el transcurso de la serie, asistimos a otra vuelta de tuerca que todavía hace más compleja y seductora la figura de los cylon. Pues algunos de ellos (los, así llamados, cinco finales) no sólo clonan las características de los seres humanos sino que, en ningún momento, sospechan que son robots. Toda su vida han creído que eran hombres o mujeres comunes y, de hecho, han luchado contra los cylon a muerte, experimentando sus emociones -tristeza, amor, desamparo- al máximo. Una idea realmente sutil y que provoca amplia confusión en el espectador incapaz de saber quién es cylon o ser humano, pudiendo además hacerle plantearse si él mismo no podría ser un robot. Un objetivo que explicaría ciertas escenas caóticas que aparecen a lo largo de la serie. Las cuales, según mi punto de vista, teniendo en cuenta lo cuidados que están la mayor parte de los detalles de la producción como la música o el sonido de las naves y el espacio, podrían deberse a la voluntad de su creador de entremezclar la historia de los cylon y los humanos con la del espectador hasta tal punto de hacernos dudar de nuestra identidad o al menos, hacernos reflexionar sobre ello. Un objetivo que, al fin y al cabo, también daría razón de ser a los tres minutos que cierran la serie así como a la historia de la niña Hera (hija de un cylon y un humano) destinada a convertirse en la madre de la humanidad del futuro y jugar un papel similar a la diosa Helena griega. La considerada Reina de los dioses que, en suma, es probablemente aquello en que se convertirán los seres humanos y los cylon para las tribus primitivas que habitan en el planeta en que se establecen finalmente, tras años de búsquedas y luchas aparentemente sin fin.
Desde luego, Ronald. D. Moore trabajó muchos aspectos de su creación con verdadero cuidado. Nos puede gustar más o menos la serie (por ejemplo, en mi opinión, el episodio piloto y los primeros capítulos de la primera temporada no acaban de estar lo suficientemente conseguidos y padecen de cierto regusto a estética de telefilme) pero me parecería absurdo negarle su temperamento creativo. Sin ir más lejos, es muy meritorio el que en su versión, los cylon sean una creación humana y no una especie diferente, hija de reptiles, como eran en los años 70. Esto, sin dudas, hace más dramática, cruenta, metafísica y dolorosa la batalla y le ofrece una dimensión épica sin igual. Pues son los hijos -ya no los «otros» o «los extraños»- los que se enfrentan a los padres, como el monstruo lo hacía frente el doctor Frankenstein en la novela de Shelley. Un hecho esencial para introducir el tema religioso a lo largo de los capítulos que si bien, por momentos, se disuelve en una apostada espiritualidad new age, en general, le confiere un adecuado tono al relato y da sentido a la fe que muchos de los tripulantes de Galactica tienen en llegar a un destino seguro. Ofreciendo además una explicación -a través de la historia de Gaius Baltar- al surgimiento de las sectas.
Me parece, asimismo, muy interesante que los Cylon sean monoteístas y se contrapongan a los politeístas humanos. Pues esta idea permite realizar una comparación entre la necesidad de los robots de ser los únicos habitantes del espacio con la de ciertos países que, obsesionados con la idea de que su dios era el único justo y necesario, destruyeron en determinados momentos de la historia, culturas tan o más ricas que la suya. Y, por supuesto, que es inevitable comparar la situación de asfixia, pánico y alerta absoluta que se vive en las naves supervivientes a la catástrofe con la experimentada en la psique profunda de muchos norteamericanos tras el ataque a las torres gemelas del 11-S. Ciudadanos a quienes Roland D. Moore también interpeló en aquellos episodios desarrollados en Nueva Caprica correspondientes al principio de la tercera temporada donde, de alguna forma, los cylon ejercían un poder y control sobre los humanos muy parecido al que los militares yanquis estaban llevando a cabo en Irak cuando se rodó la serie.
Como a gran parte de los productos televisivos, salvo honrosas excepciones, a Battlestar Galactica probablemente le sobren varios capítulos y muchos minutos que, en realidad, no aportan nada al dramatismo de la situación. De hecho, algunas de las tramas principales y secundarias de la obra me parece que no terminan de finalizar redondamente. Pero, desde luego, nadie podrá negar que, además de la planificación de las escenas, sus planteamientos son radicalmente interesantes. Y, en buena medida, deleuzianos. Porque apuesta por la multiplicidad de la monstruosidad y alteridad. Y lucha contra todas las limitaciones fronterizas, llevándonos a través de un viaje especial de componentes y tintes gnósticos que, si lo sabemos entender bien, tiene como principal protagonista al ser humano. Sus paranoias y psicosis así como ese histerismo y esquizofrenia salvaje que caracterizan nuestros tiempos y provocan la inevitable destrucción. La revuelta de unos cylon que -más allá del aspecto humano que muchos de ellos poseen- son mucho más parecidos a nosotros de lo que quisiéramos aceptar.
Al fin y al cabo, vivimos entre capas de hierro y pantallas de plasma, desarrollando una afectividad líquida que, en ningún caso, permite que se solidifique el corazón. Más bien, lo contrario. Es un caldo de cultivo perfecto para las más amargas, ilógicas y alocadas fantasías. Esa racionalización absoluta de nuestros sentimientos que va camino de convertirnos en robots o -si se prefiere- cylons. Dobles de nosotros mismos, en lucha con nuestra propia alma, que no podemos ya sentir sino es a través de nuestra forma virtual, como bien refleja Battlestar Galactica. Una obra que es, en el fondo, un retrato de los peligros procedentes de nuestra desconexión del mundo natural así como de la lógica perversa del capitalismo que nos obliga a desdoblarnos en distintos seres y personalidades continuamente para sobrevivir. Shalam
ما حكّ جْلْْْْْدك مثل ظْفرك
Hay que subir la montaña como viejo para llegar como joven
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