Luis Aragonés era alguien capaz de vestir un traje o un chándal con idéntica naturalidad. Cuando vestía un traje, recordaba al jugador fino y técnico que fue. Y cuando vestía el chándal, al jugador correoso y luchador que también fue.
Luis Aragonés era tan español como el jamón serrano. Jugó en el equipo más quijotesco que existe, el Atlético de Madrid, y conquistó una victoria histórica e imperial con la selección -la Eurocopa del 2008- que hubiera hecho sonreír de orgullo a Carlos V o a Felipe II.
Había algo lúcido en la mirada de Luis. Cierto deje filosófico en su manera de hablar. No tanto por el léxico que utilizaba sino por la expresión de su rostro. Lo que sus palabras deseaban transmitir. Solía ser contenido y reflexivo tanto en las victorias como en las derrotas. Consciente de que el deporte no sólo es trabajo y talento sino también, azar. Suerte. Y cuando miraba, por ejemplo, su reloj en los banquillos, recordaba vagamente a esos niños de la posguerra, ansiosos por disfrutar del recreo pero conscientes de que sus juegos no podrían borrar los gritos de los heridos por la Guerra Civil. De hecho, sus trajes tenían algo de austero. Como si a pesar de saberse un afortunado por poder dedicar su vida a disfrutar de la fiesta del fútbol, no olvidara el sufrimiento que vio en su entorno durante su niñez. Y cuando se ponía el chándal, tenía algo de zarrapastroso. De hombre criado en años en los que la estética era asunto de mujeres y a los hombres se les pedía que trajeran un jornal a casa y se partieran la cara por sus hijos.
Luis Aragones era un marinero experimentado. Había vivido todo tipo de tormentas y borrascas en el fútbol y era capaz, por tanto, de ser fiel a sus ideas y principios en las condiciones más adversas. Algo que demostró sobradamente cuando innumerables mofas y críticas soeces eran lanzadas contra él tras la decepción del Mundial 2006 y su posterior decisión de no llevar más a Raúl a la selección. Aragonés fue crucificado. Acusado de todo. Muchos de sus despistes fueron portada del telediario. Se lo calumnió a muchos niveles y se lo quiso retirar como si fuera un símbolo de otra época. Un mueble usado incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos. Pero él resistió las críticas con estoicismo. Como quien oye llover. Contrariado, pegó unos cuantos gritos y estufidos, y algún corte de mangas a la jauría, pero no cambió su idea del fútbol. No modificó un ápice sus creencias e inauguró la era triunfal de la selección española.
Un hombre servicial y más moderno puede que hubiera claudicado. Pero alguien como él, criado en el Manzanares, al contrario, insistió más en su concepción del juego. Porque Aragonés además de saber de fútbol, lo sentía. Probablemente, no fuera el mejor estratega ni el mayor cerebro. Pero le bastaba contemplar un solo lance del juego para comprender instintivamente, casi emocionalmente, qué estaba ocurriendo y qué modificaciones tácticas eran necesarias.
Luis Aragones tenía maneras de genio. A veces, parecía despistado. Encerrado en un lugar solitario junto a sus demonios pero, de repente, aparecía, decía una frase inmortal y provocaba un terremoto. De hecho, tenía la capacidad de pronunciar la palabra justa para reactivar al público y al equipo. Algunas de sus arengas hubieran levantado a muertos de la tumba. Hubieran hecho llorar de orgullo a miles de soldados españoles históricos y a los fundadores del Atlético de Madrid.
Luis era un padre para sus jugadores. Era un hombre que hablaba directamente a su corazón. Y por lo general, siempre lo hacía directamente. Era uno de esos hombres que van de frente y no pueden esconder lo que sienten. Un destructor de hipócritas. Si alguien lo veía venir, se activaba al momento. Porque transmitía adrenalina, vértigo, pasión. Lo mismo pronunciaba un aforismo quijotesco sin venir a cuento que un discurso táctico extremadamente preciso.
Luis, sí, era un toro. Un paquete de Ducados medio abierto. Un hombre de palabras. De gestos. Pero sus silencios eran muy significativos. Muy humanos. Si hubiera sido un escritor de cómics, hubiera sido Quino. Y de ser un escritor, Francisco Umbral. Un carácter incontrolable que cuando se serenaba, era la viva imagen de la lucidez. Alguien que trascendía los valores futbolísticos por su naturalidad pero también por su chabacanería. Por la sencillez con que vivía cada uno de los momentos de su vida y descifraba el fútbol. Al fin y al cabo, a Aragonés resultaba tan normal imaginarlo dialogando sobre el mundo y la política con un vendedor de castañas que con un ministro. Y tan natural verlo montando a un coche de lujo como echando de menos a su viejo 600.
Luis ganó varios títulos como jugador y entrenador pero, a pesar de haber conquistado un triunfo eterno con la selección, era una persona tan salvajemente auténtica que creo que será más recordado por su personalidad que por sus éxitos. De hecho, fue alguien del que podrían haberse enamorado muchos artistas de haberlo conocido. Puedo imaginarlo perfectamente tomando una paella y hablando de toros en un bar castizo junto a Orson Welles. Como también puedo visualizar a Luis Buñuel confesando en un documental de los buenos momentos que pasó junto a él. En verdad, considero tan honda y profunda su alma, su manera de sentir y ser España, que cada vez que paseo por el Museo del Prado, no puedo evitar sentir tristeza al pensar en el lienzo que Goya le hubiera dedicado de haber sido su contemporáneo. Porque Aragonés fue tinieblas y razón. Instinto y locura. Alguien que, a través del fútbol, logró olvidar los abismos y grietas de su alma. Y, a pesar de haber encontrado un remedio a su angustia, mostró con absoluta sinceridad, un cúmulo enorme de contradicciones y miserias que, en vez de empequeñecerlo, terminaron por convertirlo en un gigante. Shalam
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