Basta contemplar atentamente durante varios minutos el lienzo que Santi di Tito le dedicara, para tomar conciencia de que Maquiavelo era un hombre discreto, astuto, hábil e inteligente y a la vez recatado. Un fino y cerebral observador, lo suficientemente inteligente para mantenerse en un segundo plano y desde la trastienda llevar a cabo un estudio agudo de los personajes principales de la obra.
Existe algo suntuoso pero también misterioso en su efigie seguramente relacionado con su mirada distendida e irónica pero alerta o sus ojos vivaces y sagaces. Los ojos de un hombre que ha visto más que el común de los mortales y que sabe callar. Un hombre que guarda secretos que morirán con él y se percibe que conoce más de lo que dice o puede decir. Un zorro sigiloso que sabe moverse perfectamente en ambientes procelosos y posee las dosis de estoicismo suficientes para soportar duras empresas. Se percibe que Maquiavelo era un hombre paciente pero también hábil y rápido para ejecutar sus movimientos. Un implacable negociador capaz de observar desde los más diversos puntos de vista el asunto que le ocupaba. Un diplomático capaz de quedar bien hasta con el diablo tan enamorado como obsesionado por su trabajo.
En su brillante biografía, Marcel Brion nos indica precisamente que Maquiavelo siempre sufrió apuros económicos, los cuales le obligaron a aguzar el ingenio y a superar en inteligencia y astucia a otros diplomáticos que sí gozaban de una buena heredad. Y que no importa cuán reconfortante fuera su vida ociosa, tendía a abstraerse de cualquiera de sus problemas familiares cuando debía trabajar. Su rostro se afilaba, su frente se arrugaba y como una máquina instintiva, se ponía en movimiento inmediatamente para llevar a cabo la tarea encomendada. Pues además, le costaba mucho adaptarse a la vida civil cuando ningún noble requería sus servicios. Por lo que, consecuentemente, cuando los Medici lo acusaron de revolucionario y traidor y se vio obligado a retirarse de los asuntos de la vida pública en los años finales de su existencia, a pesar de gozar de un temperamento jovial y bastante social y mujeriego -al fin y al cabo era un latino, un hombre del mediterráneo- entendió que no era prudente desaprovechar su talento y se consagró a la escritura.
Maquiavelo fue un verdadero patriota. Una persona honesta, fiel y leal a quien contrataba sus servicios que, a pesar de su temperamento práctico, soñaba habitualmente con un ideal: la unificación de Italia. Un hombre discreto en tiempos revueltos, de ira y caos donde las ciudades-estado peleaban unas contra otras ferozmente, se aliaban para vencer a un enemigo común o por intereses espurios y, a continuación, volvían a unirse y a confrontarse en una espiral de violencia y traiciones infinita.
El mundo de los Sforza, Orsini, Borgia, Medici, Carlos V, Luis XII de Francia o el papa Julio II era darwinista y cruel. Era un continuo hervidero de emociones y ambiciones lleno de mercenarios (los condottieri) que un día juraban una bandera y a la mañana siguiente otra, donde apenas había estabilidad y el sentido común aconsejaba desconfiar y estudiar no sólo al enemigo sino al amigo. Por lo que consecuentemente, El príncipe es un tratado donde se analiza al ser humano visualizándolo en cierto modo como un ente despiadado o más exactamente, alguien capaz de llevar a cabo las mayores crueldades y por conveniencia desatar revueltas y promover la enfermedad. Pero esto no significa que El príncipe sea un tratado sobre el mal. De hecho, yo al menos lo considero un libro ético. Un ensayo sobre la forma en la que los gobernantes deben administrar sus territorios y contrarrestar las revueltas y enemigos, llevado a cabo por necesidad, casi con desesperación, por alguien que había visto caer a los hombres más poderosos debido a leves errores de cálculo y se encontraba lejos del poder. Una persona minusvalorada y, en cierto sentido, humillada a pesar de su contención y extraordinaria capacidad de análisis no sólo del ser humano sino de la historia.
En realidad, El príncipe es, ante todo, un ensayo político. Un libro donde con un estilo ágil y desenvuelto y una agudeza sin igual se analizan los errores y aciertos de los más diversos guerreros, gobernantes e Imperios. Se visualiza la política como lucha por el poder con insólita madurez y se utilizan múltiples ejemplos prácticos para forjar las redes de un imperio duradero en el que no se descuide ningún aspecto. Ni el trato que se la ha de dar al pueblo ni la relación de los gobernantes con los territorios conquistados o con los familiares de los monarcas depuestos ni el carácter más esquivo, reconcentrado o benevolente que el príncipe ideal habría de mostrar públicamente según se dieran unas circunstancias u otras.
A pesar de sus indudables dotes como diplomático y estratega o su hábil comprensión del arte de la guerra, Maquiavelo apenas gozó por breve tiempo de puestos de gran importancia. Siempre -ya lo dije- vivió con apuros económicos y su ingenio y agudeza lo hicieron el hombre ideal para encomendarle misiones difíciles en las que la mayoría de las veces, se encontraba en segundo plano tras el embajador oficial o un funcionario de mayor lustre. Sin embargo, y aunque fue incluso torturado, no perdió nunca su sentido de lealtad.
Maquiavelo era un hombre que supeditaba su voluntad a la de el príncipe o el Imperio que servía y que hubiera dado su vida gustosamente por la gloria de Florencia. Pero también era un hombre que sabía mentir o utilizar el justo tono para subrayar lo que conviniera a sus intereses puesto que la vida era para él parecida a un maremoto caótico que había que canalizar no importa si por las armas, el veneno o la paz. Sabía, por ejemplo, que ciudades inexpugnables durante siglos como Constantinopla habían caído por haber perdido la iniciativa en su capacidad de negociar y no haber podido llevar a cabo los pactos necesarios para su defensa. Y que para conseguir un fin mayor, por tanto, había que utilizar las armas que fueran necesarias puesto que ni el bien o el mal eran, en ningún caso, conceptos absolutos para él sino más bien convenientes o no a unos intereses u otros; al igual que la verdad o la mentira. Por lo que tanto el príncipe o el cortesano ideal no eran quienes más y mejor administraban la justicia o la crueldad sino quienes conocían perfectamente tanto el momento exacto como la adecuada manera de aplicar o bien la vara del odio o la de la compasión para salvaguardar su gobierno y poder prorrogarlo indefinidamente. Shalam
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