Paracuellos es una obra tierna y cruel. Tierna porque se centra en los sufrimientos de un grupo de niños encerrados en uno de los célebres hogares de Auxilio Social surgidos durante el franquismo y cruel porque muestra con sobriedad adulta los tormentos, castigos y demás infaustas rémoras que los tiernos e inocentes infantes se veían obligados a sufrir entre sus paredes.
En realidad, Paracuellos es una pesadilla. Un relato de horror cuyo pavor es constantemente frenado por su tendencia documental y verídica. De hecho, si no fuera porque sabemos que lo que Carlos Giménez narra es un reflejo muy exacto de lo que él experimentó en carne propia y por su estilo realista, podría pasar perfectamente por ser la ilustración de un cuento infantil romántico en el que los niños protagonistas siempre están en desventaja. En vez de correr libres por bosques oscuros o jugar junto a sus padres en sus hogares se encuentran directamente en manos de brujas, ogros y monstruos sin prácticamente capacidad de reacción o esperanza. Tanto es así que puedo imaginar perfectamente una versión cinematográfica siniestra de muchas de las historias que reúnen los distintos tomos de esta obra lírica y terrible. Aunque por otra parte, también lamento que no se encuentren vivos ni Juan Antonio Bardem ni Fernando Fernán Gómez. Dos cineastas que sin dudas podrían haber realizado una adaptación de Paracuellos con la adustez que requiere. En un blanco y negro apagado y oscuro que conectara con la sensibilidad española sin necesidad de utilizar un estilo fantástico, onírico u expresionista. Porque, en cierto modo, el realismo truculento y opaco surgido tras la Guerra Civil es un sello personal e indeleble de nuestro país. Tiene suficiente personalidad y dolor implícito dentro como para no necesitar de otras vertientes estéticas postizas.
Paracuellos es una obra muy sencilla. Su grandeza radica precisamente en su honestidad y simpleza. Aunque también, claro, en su agilidad y efectividad narrativa. Cuando la creó, Giménez ya estaba curtido como historietista y supo ser directo y frontal sin necesidad de ser obvio y caer en tópicos. Cietamente, su cómic es uno de los grandes relatos menores de la postguerra. Es un espejo sobre esa época. Basta ver lo que ocurre en el hospicio para vislumbrar lo que estaba ocurriendo en el resto de España. La podredumbre, la miseria moral, la escasez económica y la impiedad. Las profesoras parecen miserables madrastras, los curas soldados y los niños presos en una prisión o campo de concentración donde no van a ser horneados pero sí a pasar hambre, ser humillados un día tras otro y crecer bajo la amenaza de constantes castigos. Sin más ilusión que la mera supervivencia o la lectura furtiva de algún tebeo.
Cualquier esperanza desaparecía al acceder a los centros de Auxilio Social. Infiernos dantescos donde los chivatos, los privilegiados y los extenuados convivían unos con otros sin mayor horizonte que continuar con vida ni mayor premio que dormir unas horas. Y los días se parecían sospechosamente unos a otros. Sin embargo, Carlos Giménez se las arregla para ir mostrando ternura dentro de este negro y seco panorama. Logra hilar una multitud de historias mínimas que enganchan y dejan un poso amargo por la severidad de lo narrado pero al mismo tiempo invitan a seguir leyendo. Continuar conociendo aquel mundo no tan lejano donde un profesor era un demonio, las lecciones entraban con sangre y a veces un pedazo de pan duro era un alimento deseable. Un manjar envidiable que se ocultaba de los compañeros de habitación y pupitre con la ansiedad con la que los piratas ponían a recaudo sus monedas de oro durante sus aventuras en los negros mares.
Paracuellos es un cómic entrañable y duro. Un hermoso, agudo y noble ejercicio de memoria. Es parecido a un jersey de lana un tanto deshilachado y a un pantalón con rodilleras. A un bocadillo de pan con mantequilla y a unas cuantas lonchas de jamón resecas. Y por supuesto también a una de esas reglas que impactaban con demasiada asiduidad en el trasero de los estudiantes décadas atrás y a un gris uniforme escolar. Es una obra que sabe a aceite de ricino y a árida canción de Manolo Escobar que vuelve a recordarnos que a los niños es necesario exterminarlos para doblarlos definitivamente y que las épocas más duras y negras están llenas de historias interesantes. Dramas cotidianos inacabables que no sólo forjan el carácter sino que ofrecen suficientes anécdotas como para rellenar decenas de libros. Shalam
إن من يرفع عينيه عنإن من يرفع عينيه عن
El que aparta sus ojos de los pobres tendrá muchas maldiciones.
Acabo de recordar una obra que, de alguna forma, sí que alcanza a desarrollar literariamente lo que creaciones como la de Boucq y Crécy consiguieron...
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