El doom metal es un brebaje contra la sociedad moderna. Un ungüento que protege frente a muchas de sus tonterías. Es un homenaje al mundo antiguo y una advertencia continua sobre el Apocalipsis actual. En realidad, para el doom metal cada día es el fin del mundo. En cualquier momento, pueden chocar el sol y la luna o colisionar distintos planetas en el firmamento. Aunque no lo parezca a primera vista, lo que intentan sus músicos es resacralizar la vida. Convertir las habitaciones de miles de muchachos inadaptados en catedrales. Homenajear las civilizaciones del pasado. Honrar la naturaleza como se hacía en los albores de los tiempos. Probablemente hasta el Renacimiento.
El doom metal anhela la oscuridad de los bosques medievales. El salvajismo del vino y la poesía que se recitaba en las aldeas. Desearía que los seres humanos danzaran entre el fuego y escucharan aún leyendas sobre brujas viviendo en cuevas. Que la luna fuera siempre llena y el sol calentara hasta la extenuación.
La mayoría de las obras de doom metal son solitarios aullidos. Recogen el grito de cientos de animales salvajes corriendo sin rumbo durante inacabables noches. El alma de los antiguos reyes. De aquellos hombres que imponían respeto al caminar, eran capaces de hacer temblar a sus súbditos con una sola mirada y follaban como bestias. Es habitual que mientras escucho un disco de doom metal vea aparecer entre la niebla a un barco fantasma o encapuchados desfilando y rezando en voz alta. Y también a una niña columpiándose en un árbol cuyo rostro nunca me será desvelado. Que contemple a lo lejos la tumba de viejos guerreros rodeadas por árboles llenos de hojas blancas. Y que vislumbre enormes abismos paralizando el caótico rodar de las olas del mar.
El doom metal refleja el tremendo sufrimiento experimentado por los hombres debido al opresivo aislamiento cotidiano. Sus músicos desearían retornar al tiempo de las tribus. Aquel mundo donde el colectivo primaba sobre el individuo y el barro y el cáliz sagrado se confundían en ceremonias públicas en las que sacerdotes, campesinos y caballeros danzaban juntos de la mano. No obstante, la potencia de este estilo musical es tal que no se contenta con hundirse en los lagos, guerrear entre el barro o intentar capturar la fortaleza de los antiguos reinos boscosos o las ruinas del Imperio bizantino sino que va mucho más allá. Vislumbra los acantilados que hay en los helados dominios de la muerte y por momentos, rompe el muro que separa esta vida de la otra. La eternidad de la instantaneidad.
Existe una esa esencia, una substancia que todos sabemos (aunque no alcancemos a definirla) que el ser humano ha perdido en el tránsito del mundo antiguo al moderno y que intenta recuperar el doom metal. Y lo mejor es que lo hace de forma inconsciente. Probablemente ninguno de sus músicos se han propuesto tal objetivo pero la mayoría logran hacernos rememorar frondosos y ancestrales pastos y tabernas en cuanto golpean sus guitarras con su habitual contundencia. Logrando un caótico mejunje de furia y nostalgia que, como los grandes mensajes espirituales, prevalece. Trasciende. Se impone al paso del tiempo y a la molesta estulticia y avaricia de los tiempos modernos. Shalam
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