Lope de Aguirre es uno de los personajes más fascinantes de la historia. Básicamente, porque tanto su odio como su locura fueron metafísicos. Aguirre era la imagen de un paraíso -América- sin dios. Era la viva voz del diablo. Un embrión humano nacido durante una borrachera celeste. Era, sí, nitscheano varios siglos antes del nacimiento del filósofo alemán. Una gota de sangre de Dionisos con dos piernas de fuego y un cerebro bélico. Un hombre cuyos susurros hacían temblar la tierra y cuyos gritos parecían poder partirla en pedazos pero que, a pesar del inmenso tamaño de su ego, murió asfixiado por la soledad de la selva. Su mirada era cortante y esquiva porque su corazón había crecido en las entrañas de la furia. Se había alimentado de las fruta del desaliento y la ignominia y las había vomitado en medio del Amazonas empeñado en buscar el Dorado y convertirse en una estatua de oro viviente. Un monstruo inmortal capaz de desafiar al rey y a los dioses y poner en jaque con su espada y el odio que desprendían sus ojos a Estados enteros. A Occidente al completo y al mundo en su totalidad.
Lope de Aguirre fue alguien que empequeñeció la realidad y convirtió las leyendas en verdades. Un asesino cuyas matanzas justificaban el mal. Un hombre excesivo que convirtió su cabezonería, ansia, desasosiego y cólera en símbolo del devenir de la Conquista y un país. El guerrero vasco era un Quijote sin bondad. Escupía sobre el rostro de gigantes y dragones muertos y rompía en cientos de miles de trozos los molinos que derruía. No prometía una ínsula a los que le seguían. Les aseguraba su completa destrucción. Y que tal vez tendría piedad de ellos si se arrodillaran y besaban sus pies hasta enterrarse en el suelo. El loco de Oñate no era un hombre. Era un dios. Quería ser el guardián del paraíso y que su orina se convirtiera en oro hasta transformar los ríos y las selvas en montañas doradas imbuidas del fuego incandescente que Prometeo robó.
Aguirre fue el exceso. El hombre que no descansa no duerme ni deja de matar jamás. El severo rostro de un verdugo mezclado con la risa de un rey cruel y la avaricia sexual de los monjes perversos. Fue, sí, un antecedente del coronel Kurtz. Del ocaso de nuestra historia. Un hombre que se rebeló contra todo -incluido él mismo- y casi acaba con la vida y la existencia al encontrar un sinfín de revelaciones proféticas y misteriosos símbolos sagrados en la devastación. En la angustia de las almas atormentadas y sufrientes a las que mandaba cortar la cabeza y atravesar con lanzas mientras se inventaba oraciones en honor a sí mismo. Convirtiendo cada momento de la existencia en un homenaje a su persona.
Obviamente, una figura tan controvertida y truculenta ha dado lugar a todo tipo de obras. Debido a que realicé un pequeño ensayo sobre él -una tesina llamada Daimón: una odisea al revés– leí muchas de ellas. Desde la famosa y un tanto reiterativa La aventura equinoccial de Ramón J. Sénder hasta la visión libertaria de su figura concedida por Miguel Otero Silva en Príncipe de la libertad y las reflexiones de pensadores del cariz de Caro Baroja y Unamuno.
Todo un conglomerado de páginas desbordantes de genio e intuiciones sobre un personaje irrepetible entre las que me inclino, no obstante, por destacar ante todo dos: 1) Daimón de Abel Posse. Una novela esotérica que transforma a Aguirre en un espíritu inmortal que vaga por las tierras de América y logra al fin todo lo que ansió durante su vida. Y por supuesto, 2) Aguirre, la cólera de dios, el filme de Werner Herzog. Una película que no es tanto una descripción verídica de los hechos acaecidos durante la expedición comandada por este guerrero como un poema. Una furiosa letanía en la que el espíritu de Klaus Kinski se fusiona con el de Lope de Aguirre de manera visceral, obrando el milagro de reencarnar el alma descarnada del insolente guerrero medieval en la pantalla.
Sin embargo, lo que más amo del filme no es ni la banda sonora fascinante realizada por Popol Vuh ni la arrebatadora interpretación de Kinski ni brutales escenas como aquella en que el actor germánico abraza a varios monos ni tan siquiera su hermosa, sucia e inquietante fotografía sino distintas secuencias en las que tan sólo se escuchan los sonidos de la selva: los zumbidos de los mosquitos, el chapoteo de animales en el agua y el golpeo de la brisa sobre las ramas de los árboles. Sobre todo, porque me conectan con los oídos de Aguirre. Con aquello que escuchaban el «loco» y sus marañones: el lenguaje del continente americano. El parloteo sibilino de una naturaleza que, en cierto modo, fue responsable del delirio del conquistador vasco y acabó imponiendo el silencio total y absoluto. Ese silencio metafísico lleno de ruidos que probablemente escucharía Aguirre al morir y le continuará acompañando en el círculo del Infierno donde se encuentre. Shalam
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