Si hay un director de cine que me da la impresión de haber participado de la vida, encontrarse dentro de ella y no a sus costados, ese es Buñuel. El director aragonés nunca se dio más importancia que un albañil o un fontanero y por eso cuando citaba o hacía referencia a alguien en sus filmes no lo hacía de manera culturalista sino natural. Buñuel no hace por ejemplo referencia a Goya en Viridiana. Se va de cañas con el pintor y luego, ya más relajado, se pone a rodar una escena inspirada en sus lienzos mientras le guiña el ojo a su espíritu. Algo parecido le ocurría con Galdós; de quien parecía un viejo amigo. De hecho, las adaptaciones que realizó de su obra son sumamente cómplices. No son, en ningún caso, las de un lector sesudo sino las de alguien que hubiera compartido mesa en muchas ocasiones con el escritor canario y hubiera reído de las mismas cosas.
Creo que es también por esa autenticidad (por su carnalidad y no por su cosmopolitismo) por lo que entiendo que cuando filmó en México y Francia se convirtió en un director mexicano y francés sin dejar de ser Buñuel. Y por lo que cada uno de sus estrenos cinematográficos no era un acontecimiento sino algo tan simple como la presentación en público de un trabajo.
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Cuando leo muchas de las irónicas, lúcidas y chispeantes declaraciones del director aragonés pienso inmediatamente en pan. Un alimento cotidiano sin el cual no se entiende la vida. Un vulgar bocadillo de jamón serrano y mantequilla que esconde el recuerdo de la especie y define su cine. Por eso muchas veces me he preguntado cuál sería su reacción al tener por primera vez entre sus manos un croissant en una refinada cafetería francesa. Aunque la respuesta me parece muy clara. Lo hubiera agarrado con las manos y, sin más, se lo hubiera zampado de dos o tres bocados acompañado de varios sorbos de café. Probablemente incluso lo denominara «bollo». El «bollo francés».
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El modo de comportarse de Quentin Tarantino es ciertamente muy distinto del de Buñuel porque el director aragonés estaba en la vida, en los mercados, en las plazas, en las casas con patio de los burgueses, y el director norteamericano vive en un videoclub: toma cervezas en los salones de los westerns, se entrena en artes marciales junto a Bruce Lee y cuando besa lo hace como los protagonistas de Rebeldes sin causa.
Buñuel es un genio del cine pero es perfectamente entendible sin el cine. Hubiera sido igual de feliz o infeliz sin dirigir. Tarantino no existe sin embargo sin el cine. De no haber sido director, sería un alcohólico frustrado y pajillero que vendería pizzas o ropa barata a sus clientes con cara de mala ostia. Aunque no lo parezca, creo que ahí están las claves para comprender su «Trilogía de la Venganza» y no tanto en sesudas interpretaciones de los ensayos de Walter Benjamin. Puesto que, al fin y al cabo, en ella se comporta como un niño que ha visto muchas películas con un final feliz y, cabreado con los malos (los nazis, los machistas, Charlie Manson y «su tropa» o el Ku Klux Klan) y el desarrollo de ciertos acontecimientos históricos, decide modificar la realidad y así conseguir que (como suele ocurrir en el cine adolescente e infantil) ganen los buenos. Es decir; actúa como si estuviera jugando con muñequitos en su habitación y, en un momento dado, cuando ve que los «malos» ponen en peligro a los «buenos», golpea el tablero y cambia el rumbo de la batalla. Shalam
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