Wayward pines es una de las series más extrañas que he contemplado jamás. Pero no tanto por el contenido sino por su indefinición y su irregularidad. Características que la transforman en una mezcla entre un telefilme sin interés de sobremesa y un episodio de La dimensión desconocida. Entre la ciencia ficción más farragosa y deliciosos productos televisivos del tipo de El fugitivo y El prisionero. La convierten en uno de esos monstruos catódicos tan memorables como olvidables que -sea esa o no su intención- prueban que la televisión no se hizo tanto para crear arte como para romper barreras entreteniendo. Manipular mentes en medio de ingestiones de hamburguesas y perritos calientes.
Su comienzo es realmente bueno. Para investigar una desaparición, un agente secreto, Ethan Burke, acude a una pequeña población norteamericana de la que no puede salir. Y pronto percibe que allí ocurren sucesos raros. Pues no tiene contacto con el mundo exterior y además, se siente observado por sus habitantes. Ciertamente, Matt Dillon está creíble. De hecho, su interpretación sube el calibre de cada escena. Llena de tensión y extrañeza la pantalla. Además, hay momentos apocalípticos que remiten a las grandes obras antiutópicas por todos conocidas. A Orwell y a Huxley. Y a películas míticas como El pueblo de los malditos o La invasión de los ultracuerpos. Por momentos, Wayward funciona. Es cool y alógena. Un caramelo fantástico. Una pieza onírica que remite tanto al pasado como al futuro. Es, sí, un faro lleno de luces ralas en el que se percibe la mano de Shyamalan. Esa deliciosa mezcla de misterio totalmente pasado de moda «marca de la casa» que por arte de magia se actualiza y de repente, nos adentra en un ambiente onírico y «maravilloso» con olor a fábula. A cuento. Algo que no obstante, cuando el director indio-estadounidense no se contiene, provoca estupor, confusión y cansancio debido a su manía de saturar la pantalla con polvo de hadas. Demasiado azúcar y misterio. Aunque en este caso en concreto, el problema es que de repente -como en las últimas películas de Tim Burton- el ritmo se detiene, la intriga cesa y Wayward se convierte en un producto o un teorema. Una serie que tira de golpes de efecto de guión y de exceso de planificación demasiado cerebral y muy poco viva por más que nunca pierde el interés del todo. Contiene un magnetismo muy atractivo en su centro radial y argumental.
La serie se encontraba basada en una novela de Blake Crouch. Un fanático de Twin Peaks que intentaba recrear las entrañables e inolvidables sensaciones que tuvo al contemplar la serie de David Lynch y en parte (sólo en parte) lo consiguió. Básicamente, porque la explicación del misterio de la población en realidad era anti climática y totalmente contraria a los métodos del director de Mulholland Drive. Wayward crece en la confusión y en la locura. Cuando no sabemos nada y cualquier suceso puede ocurrir. Germina en la lógica ilógica. Pero se transforma en fárrago en cuanto sabemos qué es exactamente lo que ocurre en sus calles. Cuando deja de ser un qué está ocurriendo aquí y se convierte en un cómo continuará este lío.
Lynch nunca hubiera querido que supiéramos quién era el asesino de Laura Palmer. Los productores tuvieron que ponerle una pistola en la sien para que lo hiciera. Pero en su novela, Blake revela el enigma. Tarda un tiempo. No lo hace hasta las páginas finales, sí, pero lo revela. Y a los guionistas de la serie no se le ocurre corregirle. Con lo que nos encontramos con un rompecabezas argumental y estético que no termina de cerrar por ningún lado. En parte porque ha perdido su mejor baza. Su Macguffin. Y en parte porque no termina de definirse. Ni apuesta por el público culto ni por el comercial. Juega a todas las bandas. Y por eso aunque en sus mejores momentos tiene un sabor muy disfrutable que remite a muchos de los filmes y novelas de ciencia ficción del siglo XX, en sus peores su trama remite a los enrevesamientos que no llevaban a ninguna parte de Lost y Fringe.
No obstante, Wayward es sumamente interesante. Estuve tentado de abandonarla varias veces y continué viéndola. ¡Será por algo! Tal vez porque creo que, aunque sea de manera espesa, refleja la ideología vacía de nuestra época. Su carácter fantasmagórico.
Marcos Ordóñez aseguraba que, en caso de contemplarla, Slavoj Zizek se relamería con ella. Y estoy de acuerdo. Porque precisamente sus contradicciones y errores son una muestra del vacío ideológico actual. Una radiografía de esa sociedad neoliberal en la que la información circula sin cesar pero nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que está ocurriendo. Las sensaciones han sustituido a los análisis y el presente se vive como constante rememoración del pasado y con una secreta intención de saltar hacia el futuro. Además, la población de Wayward es un no-lugar. Es un último residuo de un mundo apocalíptico. Pero su aspecto espectral no radica tanto en ser el último vestigio de una catástrofe como en el extremo deseo de sus habitantes de mantener la paz y la calma. El estado de bienestar. En el hecho de que, a pesar de estar sometidos a un regimen dictatorial que combina la severa rigidez del estalinismo con la de vigilancia orwelliana y vivir en los estertores del mundo, existe un deseo de consumo débil en los ciudadanos. Un simulacro de esa compra masiva y cotidiana que se continúa llevando a cabo en las sociedades occidentales por más que los anuncios publicitarios intenten desactivarla predicando las virtudes de la austeridad para incentivar precisamente la adquisición de sus productos.
En ese sentido, el pueblo es una paradoja elevada al cubo. Un estado militar capitalista. Una apocalíptica residencia consumista que limita con un mundo salvaje y amenazante que sin embargo es tal vez una muestra mucho más real de cierta utopía libertaria que la propia Waywar. Una edificación fantasmática que vive encadenada al recuerdo de lo que fue el mundo más que a lo que es actualmente. Y debido a todos los roles que sus habitantes se ven obligados a interpretar es más un estado ficticio que real. Es más un deseo y un estado de ánimo que una verdad, tal y como lo exigen las leyes del capitalismo tardío.
Más allá de lo dicho hasta ahora, tengo muy claro que, de haber contemplado cualquiera de los fotogramas de Wayward durante mi infancia, no hubiera olvidado esta serie jamás. Me encontraría marcado de por vida. Y que, de haberla visto siendo adolescente, estoy seguro de que la guardaría en un rincón especial y más de una vez hubiera mantenido una conversación con ella junto a los «raros» de la clase. Por eso lamento no haberla conocido con esa edad y tener la oportunidad de conservarla en un rincón especial de mis recuerdos televisivos. Porque Wayward es tan entrañable como esquizoide. Es una urbanización veraniega en invierno. Un león en medio de un supermercado. Un psicópata en un tiovivo. Una prueba en definitiva de que ya no quedan huecos para «lo real» en la realidad.
De hecho, es una obra que combina lo siniestro y lo familiar en medio de bucles continuos temporales y escenas que tanto podrían aparecer en Black Mirror o las precuelas de El planeta de los simios como en medio de un vodevil de serie B. Puesto que es un pastiche y al mismo tiempo una pieza original. Es un homenaje a David Lynch anti-lynchiano que remite finalmente al director norteamericano precisamente por todos los errores que posee y lo mal que lo cita y homenajea en muchos momentos. Lo que -vuelvo a repetir- la convierte en única. Una serie tan extrema que probablemente se acabará convirtiendo en referencia de culto con los años tanto por lo radical de sus tropiezos como de sus aciertos. Tal vez porque en el fondo es un viaje al inconsciente de la televisión. Es más un repaso por la historia de la ciencia ficción televisiva que una obra que exponga nuevos contenidos. Es una muestra más en definitiva de que toda nuestra filosofía se encuentra basada actualmente no tanto en cómo vivir sino en cómo será nuestro ocaso. Nos entrena y prepara para la segura, letal catástrofe final. Shalam
في هذه النقطة بتأكيده على أن
Quien es piadoso con los crueles acaba por ser cruel con los piadosos
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