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El libro que nunca será

May 20, 2013 | 0 Comentarios

Hablaba hace varios días de las escenas no incluidas en ciertas películas y que, más tarde, aparecen como extras en los DVD, ayudándonos a ampliar nuestro conocimiento de la obra. En fin, realmente, no sé si el caso es comparable porque ni siquiera he terminado de corregir la novela y no sé cuándo la publicaré, pero me parece interesante dejar a continuación en avería, una escena que no aparecerá en El jardinero. Me da cierta vergüenza porque se pueden notar ciertas imprecisiones en ella, pienso que no se encuentra bien resuelta y parece más propia de una novela de fantasía o aventura que existencial, pero realmente me produce cierta lástima deshacerme de ella. Algo que no tengo otro remedio que llevar a cabo dado que no encaja de ninguna manera en la maquiavélica estructura final que está alcanzando el texto. Si he de decir la verdad, estaba yo hace unos minutos con los ojos llorosos, puesto que la escribí aproximadamente hace ocho años y creía que finalmente, estaría incluida en el libro. Ocurre que como ya dije anteriormente, El jardinero está imponiendo su ley, dejándome a mí como mero testigo de su desarrollo. Está hablando por sí mismo y quitando cualquier párrafo estéril que pueda yo haber escrito. Por lo que no me queda más remedio que exterminarla, podarla como si fuera una rama maligna que pudiera repercutir en la malformación del árbol. Aunque gracias a avería -¿no son en realidad los blogs, similares a los dvd de tomas falsas de muchos escritores o podrían llegar a ejercer esa función?- no la perderé totalmente.

Aquí la dejo:

«El magnetismo de aquellas tierras evitaba la rápida deshidratación y mantenía las reservas de agua prácticamente intactas. Lo que me permitía desplazarme con inusual rapidez por esos parajes que yo contemplaba extasiado, buscando un lugar en el que meditar, hasta que localicé una cueva situada bajo el pico de una elongación donde decidí introducirme. Allí, sorprendido, hallé rasgos de vida humana: señales de fuego, varios trapos raídos, piezas de fruta y desperdicios de comida. Varias veces miré hacia el exterior intentando localizar al ser que vivía allí dentro o al menos anticiparme a su llegada, y no lo conseguí cuando, de improviso, una voz situada justo detrás mío, resonó entre las sombras, asustándome. De no ser porque el hombre al que pertenecía aquel sonido, me miró con calma y transmitía una paz indeterminada, no sé bien cómo habría reaccionado. Acaso tendría otra víctima y crimen más bajo mi conciencia. Un hecho verdaderamente lamentable, teniendo en cuenta que el habitante de la cueva era un delgado eremita, con ojos profundos y una inmensa barba que se tocaba una y otra vez. Y no le interesaba saber quién era yo ni a qué me dedicaba.

Aquel hombre sólo deseaba conocer qué es lo que escondía mi corazón. Y sin dudar, le respondí que odio y fuego. Porque un vil lacayo se estaba apropiando de nuestro condado, acabando con nuestra estirpe y condenándonos a la mendicidad. Exactamente, el oprobio se había extendido en tierras donde el sol se había camuflado para siempre entre las nubes, acaso disgustado por nuestra incapacidad para vencer al más indolente de los seres humanos que hubiera existido hasta entonces: el jardinero. Y tras haber pronunciado yo aquellas angustiosas palabras, el eremita calló, me miró fijamente, y me sugirió que al odio se lo vencía a través del amor. Se lo agarraba descuidado y se lo abrazaba porque, en el fondo, es un niño pequeño descerebrado necesitado de cariño. Un infante insolente que desea probar el amor divino para comprender cuáles son sus límites. Si es cierto que estos son infinitos y moldeables, como los pechos de las mujeres de los que todos debemos mamar al nacer; tal vez para aprender que en la vida de nada nos sirven posturas rígidas o áridas, ya que todos los corazones rudos han de ablandarse, disolverse si desean sobrevivir o perdurar, vivir una existencia digna, e incluso pensar en trascender. Básicamente, porque ningún fruto nace del campo estéril o el trigal seco. Y nada produce más amargura que el viscoso sabor de un alimento podrido o el rey que acaso tenga el respeto de sus súbditos pero no así el cariño. Razones suficientes todas ellas para tener compasión de los seres malvados y perversos. A quienes más bien había que acunar en nuestro seno, me susurró al oído antes de pasarme su mano por mis ojos y dormirme. Balanceándome como si fuera un niño mientras recitaba una de esas insólitas tonadas que me acostumbré a escuchar durante los meses en que conviví junto a él. Aprendiendo de sus discursos y múltiples recursos. Y admirando sus cualidades.

El eremita era capaz de hacer fuego frotando dos piedras. A veces, ponía una de sus manos en la llama y, sorprendentemente, no le dejaba rasguño alguno. Se alimentaba apenas con matojos de hierba, frutas, la savia de las hojas pero no le importaba que yo calentara en la cueva los insectos que recolectaba ni los peces que pescaba en esa zona del río. Un área en la que se hallaban varios ejemplares de aquellos terjiks cuyo aspecto asombrara al conde de L… Seres de un solo ojo, parecidos a una foca, que apenas podían caminar debido a su grosor que les obligaba a pernoctar tumbados sobre su espalda.

Aquel hombre era muy permisivo pero también muy autoritario. A la hora acordada de antemano, debíamos estar meditando sin excusa alguna, con la mente en blanco y los ojos cerrados. En busca de ecuanimidad o una señal de paz que calmara mis instintos que, generalmente, no se serenaban hasta que me acunaba en sus brazos y cantaba. Pocas veces he escuchado una voz tan profunda, rotunda y sensible. Le bastaba con una sola vocal, una sola nota, para transmitir serenidad. De tanto en tanto, es cierto que su voz me inquietaba puesto que declamaba versos en un idioma extranjero, desconocido, que me recordaba a aquel que había oído pronunciar por los habitantes de la ciudad en las reuniones clandestinas contra el jardinero. Pero las veces que le pregunté cuál era esa lengua y dónde la había aprendido, no me respondió. Se quedaba mudo. Y sólo, después de mucho insistirle, escasos días antes de mi partida, me dijo que debía descubrir por mí mismo a quién pertenecía, de dónde procedía. Y que probablemente lo sabía muy bien. Por lo que no era necesario que continuara haciéndome el distraído ni le atosigara a preguntas que no le permitían concentrarse y disfrutar de las flores de los campos o el sabor del agua del río. En aquel momento, creí percibir que su mandíbula se doblaba en un gesto burlón. Y por un instante, que sus ojos se arqueaban como los de la rata. De todas formas, no le di más importancia dado que probablemente fuera una alucinación. Un destello de rabia provocado por la frustrante respuesta o una ráfaga más de ese furor intenso que atravesaba mi espina dorsal y el eremita deseaba que controlase. Puesto que, como él me repetía una y otra vez, mi odio no me había servido para acabar con el jardinero. Me había hecho su esclavo, por no entender que era, negándome a nombrarlo, dejando de pensar en su muerte, que podría vencerlo. Conseguir que viniese a mí, de rodillas, suplicándome porque volviese a pensar en él, ya que era mi desprecio lo que lo mantenía despierto y alerta, permitiendo que mantuviera encerrado en su puño a los habitantes del condado y los doblegara a su antojo. Shalam

ربّ اغْفِر لي وحْدي

 Quien no comprende una mirada, tampoco comprenderá una explicación

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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