En los últimos días he seguido una costumbre antes de comenzar a escribir Puercos o realizar cualquier acto: escuchar un Réquiem. Básicamente, porque estos cánticos de difuntos, loas nostálgicas a los desaparecidos, consiguen situar la vida en la perspectiva adecuada. Alejan cualquier tentación a la dispersión además de ser un escudo de metal infranqueable contra las frivolidades cotidianas. Pues son un recordatorio de nuestra propia muerte. De que, antes o después, tendremos que realizar el trasvase a «la otra vida». «Al otro mundo». Y ante un hecho tan trascendente como misterioso, cualquiera de las preocupaciones que actualmente nos atormentan -no importa cuán dolorosas parezcan- terminan por revelarse como pasajeras. Casi intrascendentes.
De hecho, si ponemos el foco en lo esencial, nos daremos cuenta de que acaso hay únicamente tres momentos realmente importantes en la existencia: nuestro nacimiento, nuestra muerte y aquellos en los que logramos crear algo; ya sea un poema, otro ser humano o un lienzo. Por lo que entiendo que la escucha de un réquiem recién levantados es el mayor acicate para ahondar en la creatividad o la aniquilación. Cumplir nuestro verdadero destino evitando el resto de lenguajes y voces que diariamente nos confunden y alejan del mismo sin permitirnos profundizar en nuestro ser. Esas distracciones tan dañinas como puñales o lanzas.
Creo, en verdad, que los réquiems logran algo realmente dificultoso: no sólo que comencemos el día pensando que puede ser el último. Un hecho demasiado evidente para una composición tan absorbente, espeluznante y hermosa. Sino que lo afrontemos como si ya hubiéramos fallecido. Como si estuviéramos muertos y el mundo circundante, -incluido la persona con la que estamos hablando en este momento- fuera un inmenso cementerio. Un paisaje alejándose. Y tanto nosotros como quienes nos rodean, fuéramos fantasmas. Seres invisibles. Mudos. Algo que también consiguen los discos de Scott Walker. Lograr que nos percibamos como espíritus caminando buscando un sentido último a nuestros actos que siempre se nos escapa. Nunca se nos ofrece al completo. Lo que nos permite dotar a los actos cotidianos de un misticismo, cierta santidad que, por lo general, es difícil encontrar y tan sólo concede -y eso en ocasiones especiales- el arte. Probablemente, porque un réquiem es un adelgazador del ego. Un destructor de la individualidad, de las banales alegrías y las más descarnadas tristezas y un propulsor del reencuentro colectivo. Puede que porque sea un encuentro forzoso, antes de tiempo, con dios, o el más allá. Como ocurre con cualquier hecho artístico trascendente, incluido por supuesto la literatura, que tal vez sea, en esencia, no más que un réquiem. Una tarjeta de despedida escrita en varias partes.
De hecho, vista desde este determinado trasluz, cada novela de un escritor podría ser entendida como un adiós. Su manera de despedirse en un momento en concreto de su existencia. Y su obra en su conjunto, no tanto cómo vivió o su manera de entender y dialogar con la realidad sino las distintas formas en las que fue diciéndole adiós a este mundo. Qué disfraces y palabras eligió y si lo hizo con mayor o menor furia y resignación o con total nobleza y aceptación. Junto a un solo amante o un ejército de brazos desplegados intentando abrazarlo que bien pudieran ser ángeles o demonios.
Exactamente, la mayoría de novelas escritas y obras artísticas realizadas hasta el día de hoy, no sólo es que hayan sido creadas por autores ya fallecidos sino que se ocupan de personas, santos, figuras históricas, gentes anónimas asimismo muertas. Un hecho innegable que recuerda aquel poema en el que Hölderlin insistía en que la vida se encuentra llena de muerte, respira muerte y es, a grandes rasgos, muerte. Y como nos recalcan los réquiems, únicamente puede brillar en toda su magnitud, poniendo en primer plano más y más muerte.
Lo que explica acaso lo difuso de nuestras vidas actuales, sumergidos como estamos en sociedades que eluden, niegan e intentan alejar de la muerte del discurso cotidiano. Llegando incluso a convertirla en un espectáculo u acontecimiento, al negarle su carácter sagrado. Su benevolente función y ambivalente risa que dio origen a la tragedia griega y fue el germen de heroicos e inolvidables textos a lo largo de la historia: cánticos en los que héroes armados surcaban los más ignotos mares, entre remolinos de arena, para regresar en sus manos con un matojo de cabellos de su enamorada muerta. Leyendas protagonizadas por madres que para rescatar a sus hijos de los labios de Hela se ofrecieron en sacrificio, arrojándose desde los abismos hacia gélidas y tétricas aguas. O poemas consagrados a muchachas que clamaban desesperadas buscando a sus amantes a través de bosques que, en realidad, eran sombras de los infiernos. Abismos a través de los que eran absorbidas por fuerzas oscuras mientras escuchaban los gritos de sus jóvenes prometidos, invocando su nombre.
¿Cuál ha sido el Requiem elegido para escuchar el día de hoy? El Requiem in C-Minor (1820), del pianista checo Václav Jan Tomásek. Una composición de la que apenas sé nada. Apenas que fue engendrada en honor a las víctimas del desbordamiento del río Ohre, en Bohemia. Algo que, a pesar de esos sepulcrales y mágicos coros que traen remebranzas de viejas aldeas mediales y opulentos castillos góticos, no importa tanto como la sensación que transmite de encontrarnos ante un momento cumbre. Un límite, la espada rendida de un cosaco que exige que o bien nos sumerjamos en los rezos y albores de este lánguido y ceremonioso cántico o ejecutemos aquello que tengamos previsto hacer silenciosamente. Sin más demoras. Porque la vida y la muerte son fronteras. Y sólo aquellos que atraviesan su existencia como si ya estuvieran muertos, conseguirán que la muerte no sea tan sólo el proemio de la vida eterna sino de un nuevo nacimiento. La disolución absoluta del yo. Convirtiendo la tragedia en carnaval y el llanto en risa.
Requisitos imprescindibles para surcar aquel océano de luz amarillenta y verdosa que, según William Blake, aguarda a los iniciados al fin de su existencia. Y también a los pobres y desfavorecidos. Todos aquellos que ya están muertos y por los que cada día suena un réquiem en su honor como prueba de que si bien puede que los seres humanos nos hayamos olvidado de ellos, no así la misericordiosa señora habitante de las lejanas colinas. De la que, por otro lado, Arthur Rimbaud aconsejaba desconfiar porque detrás de ella se esconde un dragón que no tiene piedad absolutamente con nadie. Arroja fuego día y noche y corre a gran velocidad a través de los abismos cuando escucha los gritos de ahogados y heridos aullando, buscando un sostén de madera o un hierro al que agarrarse tanto en el cielo como en el infierno. Shalam
إنَّ الْهَدَيَا عَلَى قَدْرِ مُهْدِيهَا
Los maníacos tienen muchas horas divertidas que el hombre en su sano juicio no tiene
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