La primera vez que alguien me habló de Manuel Pujante me dijo que solía gritar en medio de las conversaciones sin ningún motivo aparente y que tenía un humor hiriente que, a altas horas de la madrugada, podía convertirse en realmente incómodo. No sé con qué intenciones lo hizo quien me lo dijo pero lo cierto es que si pretendía provocar mi rechazo hacia él, no lo consiguió. Más bien, estimuló mi interés. Que sintiera ganas de leer algún texto suyo teniendo en cuenta que apenas conozco alguien cuerdo que haya creado algo incisivo y destructivo en el mundo del arte. Además, al momento, percibí que era un francotirador. Un escritor totalmente opuesto a esa jauría de halagos hipócritas y reseñas pactadas en que se ha convertido el mundo de la literatura contemporánea. Un escritor espontánea, libremente contrapuesto a esa atonía socialdemócrata que busca el consenso literario y no el drama, la fuerza o la aventura en el mundo de los libros. Y por eso no dudé en comprar su poemario. Algo de lo que no me arrepiento. Porque La zarza y la ceniza superó todas mis expectativas. Las rebasó con tan sólo leer cuatro o cinco versos.
La zarza y la ceniza es breve pero enorme. Y desde luego, no parece escrito por un hombre joven sino por un anciano. Manuel es capaz de lo que pocos poetas consiguen: escuchar. Fundir su memoria con la de sus ancestros y legiones de hombres perdidos en el olvido. Los muertos y los heridos. Es difícil explicar su libro y no lo voy a hacer porque es tan profundo y sugestivo que estoy seguro de equivocarme. Además, creo vehementemente que sus poemas no buscan tanto una explicación o comprensión sino ser rememorados. Ser leídos una noche de invierno en la puerta de una catedral o ser quemados en bares, en medio de reyertas y monsergas de borrachos.
La zarza y la ceniza es un rezo místico. Parece un texto compuesto por un escritor eslavo. Se encuentra lleno de versos que podrían aparecer en medio de una película de Bela Tarr o Andrei Tarkovsky. Acompañar los recorridos de los personajes de estos films a través de parajes fríos y desoladores y responder a sus dudas metafísicas. Pero a mí me gusta leerlo como si fuera el diario secreto de Fiodor Dostoievsky. El libro de poemas que el escritor ruso nunca escribió. De hecho, -ya sé que esto es una paranoia mía pero se me ha repetido tantas veces al leer La zarza que no puedo dejar de incidir en ella- a veces, he creído que en realidad, el poemario era una indagación del alma del escritor de Crimen y castigo. Que era él quien dictaba esos versos a Manuel para que pudiéramos secretamente reconstruir los símbolos que lo marcaron. Las imágenes que alentaban su alma durante su encierro en Siberia y las diferentes etapas de su existencia.
Manuel Pujante escribe como un asesino. Utiliza las palabras como puñales. Con ira, odio y amor. La sabiduría que nace tras la guerra. La destrucción. Su libro está lleno de versos que van más allá de la poesía y hacen que resuenen en mis oídos melodías de Johan Sebastian Bach al escucharlo y que vislumbre imágenes de cruces derribadas en iglesias. Probablemente, en algunas de sus vidas anteriores que están influyendo decisivamente en la actual, Manuel fue un eremita y un guerrero bizantino. Un santón acostumbrado a mirar los paisajes nevados desde las ventanas de su monasterio enfadado internamente con las rígidas normas de la iglesia. Y un luchador despiadado acostumbrado a escuchar ruido cada vez que cortaba una cabeza o su padre lo castigaba, golpeando su espalda con una rama de olivo.
Puede parecer una locura -y probablemente lo sea- pero así veo yo su libro. Como el testimonio de un alma fugitiva que intenta a través del arte purificarse. Alcanzar la inocencia y serenidad que hace siglos perdió y de la que aún gozan los ciervos. Esos ciervos que aparecen por aquí y por allá en su libro, augurando salvación. El futuro incendio de las zarzas pero también la supervivencia de las espinas. El Apocalipsis sangriento. Shalam
إِنَّ الطُّيُورَ عَلَي أَشْكَالِهَا تَقَعُ
Malgasté mi tiempo, ahora el tiempo me malgasta a mí
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